La reproducción del metabolismo social del orden del capital IV

István Mészáros
La producción y su control
En relación con el primero, el ingrediente perdido de la unidad “pasa de contrabando”, por así decirlo, por cortesía del Estado que legalmente salvaguarda la relación de fuerzas existente. Gracias a esa garantía las diversas “personificaciones del Estado” pueden dominar (con implacable eficacia) la fuerza de trabajo de la sociedad, imponiendo al mismo tiempo la ilusión de un “libre relación entre iguales” (a veces incluso ficcionalizada en la Constitución).
Así, al enfocar la posibilidad de manejar la separación estructural y el antagonismo entre producción y control, la estructura legal del Estado moderno representa un condicionante absoluto para el exitoso ejercicio de la dictadura en los lugares de trabajo. Esto por su capacidad para establecer y proteger los medios y materiales de producción alienados (por ejemplo, la propiedad divorciada radicalmente de los productores) y sus personificaciones, los individuos controladores del proceso de reproducción económica (por estricto mandato del capital). Sin su cobertura legal aun los más pequeños “microcosmos” del sistema del capital -antagónicamente estructurados- se hallarían desgarrados internamente por constantes luchas, anulando por tanto su potencial eficiencia económica.
También con respecto a otro aspecto de la fractura entre la producción y el control, la maquinaria del Estado moderno es una necesidad absoluta del sistema del capital. Se la requiere para evitar las repetidas interrupciones que en ausencia de una vigorosa regulación -esto es, legalmente prejuzgada y santificada- se producirían en la transmisión de la propiedad de una generación a otra, al tiempo que se perpetúa la alienación del control de los productores. Otro aspecto, importante es -visto lo lejos que se encuentran de ser armoniosas las interrelaciones en un microcosmos particular – la necesidad de una intervención legal y política, directa o indirecta, en los conflictos constantemente regenerados de las unidades socioeconómicas particulares. Este tipo de intervención terapéutica se desarrolla de acuerdo con la dinámica cambiante de la expansión del capital y su acumulación, facilitando el predominio de los elementos y tendencias potencialmente más poderosos, lo que conduce a la formación de corporaciones transnacionales gigantescas y de grandes monopolios industriales.
Naturalmente, los teóricos de la burguesía, incluyendo uno de los más grandes, como Max Weber, gustaron idealizar y representar todas estas relaciones al revés.[13] Esta predilección, sin embargo, no puede alterar el hecho de que el Estado moderno altamente burocratizado, junto con su compleja maquinaria política y legal, surge de la absoluta necesidad material del metabolismo social del orden del capital, y a su vez -en la forma de una reciprocidad dialéctica- se transforma en una precondición vital para la subsecuente articulación de todo el complejo. Esto equivale a decir que el Estado se declara a sí mismo como un prerrequisito necesario para el continuo funcionamiento del sistema del capital, tanto en sus microcosmos como en las interrelaciones entre las propias unidades productivas, fuertemente afectadas, desde los intercambios locales más inmediatos hasta los de nivel más mediato y comprensivo.

La producción y el consumo
En relación con el segundo complejo de problemas que consideramos, la fractura entre producción y consumo, característica del sistema del capital, estos problemas terminan borrando tan completamente algunas de las restricciones del pasado que los nuevos controladores del orden socioeconómico pueden creer que sólo “el cielo es el límite”. La posibilidad de expansión anteriormente inimaginable y en sus propios términos de referencia ilimitada -debido al hecho ya mencionado que la dominación del valor de uso característica de los sistemas reproductivos auto-suficientes ha sido dejado atrás- por su misma naturaleza está destinada a golpear los paragolpes tarde o temprano. La desenfrenada expansión del capital en los últimos siglos se produce no sólo en respuesta a las verdaderas necesidades, sino también por generar apetitos imaginarios y artificiales -que, en principio, no tienen más límites que el colapso de la máquina que continúa generándolos de manera creciente y a escala cada vez más destructiva- a través de la existencia independiente y del enérgico poder del consumo. Para dar seguridad, el orden existente hace prevalecer la necesidad ideológica de producir mistificaciones que buscan ocultar las profundas desigualdades de las relaciones estructurales existentes también en la esfera del consumo. Todo debe ser tergiversado para dar la impresión de cohesión y unidad, proyectando la imagen de un orden adecuado y razonablemente manejable. A tal fin las relaciones sociales representadas por Hobbes como bellum omnium contra omnes -con la tendencia objetiva a que el débil sea devorado por el poderoso- aparece idealizada como la universalmente benéfica “sana competencia”. Al servicio de los mismos objetivos, las condiciones de exclusión, de la posibilidad de controlar los procesos de reproducción socioeconómica de la aplastante mayoría de la sociedad incluyendo, por supuesto, los criterios para regular la distribución y el consumo – estructuralmente predefinina y legalmente salvaguardada-, son convencionalizados en la denominada “soberanía del consumidor” como individuo. Sin embargo, dado que el antagonismo estructural de la producción y el control es inescindible del microcosmos del sistema del capital, la combinación de las unidades socioeconómicas particulares en un marco productivo y distributivo que las incluye, debe exhibir la misma fractura encontrada en las unidades socioeconómicas más pequeñas: es un problema de vital importancia que se plantea de un modo u otro. Consecuentemente, a pesar de la constante presión por una racionalización ideológica, el estado actual de cosas tiene que confrontar de manera compatible con los requerimientos estructurales del orden establecido, reconociendo ciertas características de las condiciones socioeconómicas existentes sin admitir sus potenciales implicaciones explosivas.
Así, aunque la proclamada “supremacía del cliente” en el nombre de la “soberanía del consumidor” es una ficción que se sustenta a sí misma, al igual que la noción de la aclamada “sana competencia” dentro del marco de un mercado idealizado, no se puede negar que el rol del obrero no termina en ser solo un productor. Es comprensible que la ideología burguesa trate de pintar al capitalista como “el productor” (o “el productor de la riqueza”) y hablar del consumidor/cliente como una misteriosa entidad independiente, de manera tal que el verdadero productor de riqueza -el trabajador- desaparezca de la relevante ecuación social y su cuota del producto social pueda ser declarada como la “más generosa” aun cuando sea escandalosamente baja. Sin embargo, la eficacia de esta descarada apología se encuentra estrictamente confinada a la esfera de la ideología. Las mayores cuestiones socioeconómicas no pueden ser resueltas satisfactoriamente dejando de lado el trabajo, fuera del dominio de la práctica política. En ese dominio debe reconocerse a través de la aplicación de medidas prácticas apropiadas que el obrero consumidor juega un rol de gran importancia -aún si en el curso de la historia éste haya variado- en el sano funcionamiento del sistema del capital. Su rol varía de acuerdo con el mayor o menor estado de desarrollo alcanzado por el capital, lo que, en los hechos, significa una tendencia a aumentar su impacto sobre el proceso reproductivo. Así debe ser aceptado en la práctica que, en beneficio del orden socioeconómico establecido mismo, el rol del obrero-cliente-consumidor resulta tener mayor importancia en el siglo XX que en tiempos victorianos, más allá de cuanto desearían algunos sectores volver atrás el reloj e imponer sobre el trabajo algunos valores victorianos idealizados, así como también, por supuesto, las consiguientes restricciones materiales.
En todas estas cuestiones el rol totalizador del Estado moderno es vital. Debe ajustar siempre sus funciones reguladoras para ponerlas en sintonía con la cambiante dinámica del proceso de reproducción socioeconómica, para complementar políticamente y reforzar la dominación del capital contra las fuerzas que pudieran desafiar las gruesas desigualdades de la distribución y el consumo. Más aún, el Estado debe también asumir la importante función de comprador/consumidor, en una escala cada vez mayor. En este carácter debe proveer tanto algunas necesidades del conjunto social (desde la educación al cuidado de la salud, y desde la construcción y mantenimiento de la llamada “infraestructura” a la provisión de servicios de seguridad social), así como también la satisfacción de “grandes apetitos” (como la alimentación no solamente de la vasta maquinaria burocrática de su propia administración y sistema legal, sino también el complejo industrial-militar inmensamente despilfarrador, aunque beneficioso para el capital), aliviando de ese modo, aunque no para siempre, algunas de las peores complicaciones y contradicciones que surgen de la fractura entre la producción y el consumo.
Se reconoce que la intervención totalizadora del Estado y su acción correctiva no puede producir una genuina unidad en este plano, debido a que la separación y oposición de la producción y el consumo, junto con la radical alienación del control por parte de los productores pertenecen a las determinaciones estructurales esenciales del sistema del capital como tal, y por tanto constituye un necesario requisito para su continua reproducción. No obstante, la acción correctiva del Estado en esta dirección es de la mayor importancia. Los procesos materiales reproductivos del metabolismo social del capital, y el contexto político y la estructura de mando de esta forma de control, se sostienen recíprocamente el uno al otro hasta tanto el desperdicio inevitable que acompaña esta singularmente simbiótica relación no resulte prohibitiva desde el punto de vista de la productividad social misma. En otras palabras, los límites últimos de reconstitución y manejo de la problemática correlación entre la producción y el consumo bajo el terreno fracturado del metabolismo social del orden del capital están determinados por el alcance que el Estado moderno pueda tener para contribuir activamente a la necesidad irresistible del sistema que lleva a la expansión y acumulación del capital, en lugar de transformarse en una carga material insostenible para él.

Notas:
[13]. Históricamente la emergencia y consolidación de las instituciones legales y políticas de la sociedad corren paralelamente a la conversión de la apropiación comunal a una propiedad exclusiva. A medida que el impacto práctico de esta última se hace más extensivo dentro de la modalidad prevaleciente de reproducción social (especialmente como propiedad privada fragmentada), se debe tener un rol totalizador de la superestructura política y legal más pronunciado y articulado institucionalmente. Es por ello que no resulta accidental que la centralización y burocratización del omnipresente Estado capitalista -y no el Estado definido en términos geográficos como “el moderno Estado occidental” (Weber)- adquiera su preponderancia en el curso del desarrollo de la producción generalizada de mercancías y en la institución práctica de las relaciones de propiedad en sintonía con ella. Cuando se omite esta conexión por consideraciones ideológicas, como en el caso de todos aquellos que conceptualizan estos problemas desde el punto de vista del orden establecido, terminamos con un misterio de porqué el Estado asume el carácter que tiene que tener bajo el dominio del capital. Este es un misterio que deviene en una completa mistificación cuando Max Weber trata de desentrañarlo al sugerir que “ha sido el trabajo de juristas el que dio carta de nacimiento al moderno Estado occidental”. (H.H. Gerth y C. Wright Mills, editores, From Max Weber: Essays in Sociology, Routledge y Kegan Paul, Londres. 1948, pág. 299).
Como podemos observar, Weber da vuelta todo al revés. Porque sería más correcto decir que las necesidades objetivas del Estado capitalista moderno dan lugar a la conciencia de clase del ejército de juristas, más que lo contrario, como pretende Weber con una visión mecanicista. En realidad encontramos aquí una reciprocidad dialéctica, y no una determinación unilateral. Pero debe agregársele que no es posible hacer más que sentido tautológico a tal reciprocidad a menos que reconozcamos -algo que Weber no hace, debido a sus lealtades ideológicas- que el uber¬greifendes Moment (el constituyente de significado primario) en sus relaciones entre el cada vez poderoso Estado capitalista, con todas sus necesidades y determinaciones, y “los juristas” es el primero.
En relación con esta cuestión y otros puntos relacionados véase mi ensayo: Customs, Tradition, Legality: A Key Problem in the Dialectic of Base and Superstructure, en Social Theory and Social Criticism: Essays for Tom Bottomore, ed. Michael Mulkay y William Outhwaite, Basil Blackwell, Oxford, 1987, págs. 53-82.
Véase además:
La reproducción del metabolismo social del orden del capital I
La reproducción del metabolismo social del orden del capital II
La reproducción del metabolismo social del orden del capital III
Fuente: Revista Herramienta Nº 5
Fuente Url: http://www.herramienta.com.ar/revista-herramienta-n-5/la-reproduccion-del-metabolismo-social-del-orden-del-capital-primera-parte

Acerca de ogunguerrero

Oggun, orisha guerrero; con Oshosi, dueño del monte; con Elegguá, domina sobre los caminos. Mensajero directo de Obatalá. Rey de Iré, vaga por los caminos solitario y hostil. Jorge Angel Hernández, poeta, narrador, ensayista (31/8/61)
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