Al publicar en 2022 Casas del Vedado, segundo libro de María Elena Llana, en la Colección Tierra Firme y con un interesante prólogo de Alejandra Amatto, el Fondo de Cultura Económica[1] aporta la más importante contribución al reconocimiento de la obra narrativa de esta autora más allá del ámbito cubano. Lo hace casi treinta años después de que la editorial Letras Cubanas llevara a su catálogo la edición príncipe, en 1983, que había permanecido engavetada ya por varios años. Constituía, entonces, un esfuerzo cardinal por incidir en las normas de recepción predominantes en el panorama nacional, tenso en cuanto a las polémicas estilísticas, y genéricas, que se habían heredado de la más superficial tendencia del realismo socialista. A estas alturas, cuando Letras Cubanas suma su tercera edición de este libro, ésta en formato E-book,[2] también podría tener su cuota de incidencia en las corrientes críticas que han saturado parte de nuestro panorama literario.
Al obtener el premio de la crítica en 1984, Casas del Vedado mostraba hasta qué punto era impreciso el presunto predominio del canon receptivo. César López, por ejemplo, había publicado Circulando el cuadrado[3] en 1963, propuesta medular en la poética del absurdo en Cuba, y sumaría Ámbito de los espejos[4] en 1986. En 1966 se publicó la novela Pailock, el prestidigitador,[5] de Ezequiel Vieta, concluida en noviembre de 1954 y ya desde entonces considerada una «primera parte». Con muy escasa comprensión crítica, el propio autor había publicado Aquelarre, volumen de cuentos que asumía la tropología de lo insólito en la descripción narrativa como propuesta argumental fantástica. Antonio Benítez Rojo había ganado en 1967 el Premio Casa de las Américas con el libro Tute de Reyes,[6] y un año después ganaría el Premio «Luis Felipe Rodríguez» de Cuento, auspiciado por la UNEAC, con El escudo de hojas secas.[7]
También aparecieron algunas reseñas críticas y su autora se convertiría en Jurado de numerosos concursos literarios del país, posibilidad inestimable de influencia que no siempre se apunta con justicia. Más allá de las diversas tendencias de interpretación, o los ires y venires extraliterarios, quedaba claro que Casas del Vedado no era un libro más. De ahí que sea, en la obra de Llana, el que más aproximaciones analíticas ha conseguido y el que más se reedita, a pesar de que su autora ha continuado publicando colecciones excelentes de cuentos.
La permanente tensión entre la atmósfera realista y el argumento de ironía surreal que hallamos en los cuentos de Casas del Vedado se presenta como un modo elegante de responder a la propia tensión que dominaba el ámbito de la recepción literaria de la década del ochenta. Comenzaban, entonces, a romperse los diques de ciertos preceptos literarios que habían estrechado indolentemente el marco de acción creativa en el país. Con el antecedente de La reja, (Ediciones R, 1965), menos promocionado pero presente a la hora de reconocerlo en la mejor trayectoria de la literatura escrita en el proceso revolucionario, este libro aportaría el puente necesario entre la norma realista, de alto valor literario como prima exigencia, y la apertura al fantástico, en una concepción que prefería desmarcarse de la ciencia ficción para apegarse a tradiciones que el cuento latinoamericano había dignificado durante el siglo XX. Las bases de ambos, como lo apunta Alberto Garrandés en su prólogo a la Antología Casi todo (Unión, 2006), se hallan el gótico europeo.
En Casas del Vedado encontramos, sin embargo, una contigüidad entre los ambientes vetustos, añejos y perdidos en el tiempo pasado de una clase social venida a menos, con la aparición y existencia de seres espectrales, más cercanos al fantasma shakesperiano que al propio gótico europeo. Apenas hay marcas clasistas que puedan asociarse con una perspectiva sociológica, pues las personas remiten a sus costumbres, sus modos de comportamiento, sus preferencias y, sobre todo, sus prejuicios. Quizás debíamos dedicar más tiempo a indagar en las constantes notaciones de prejuicios que en sus cuentos se suceden, ya sea distanciándose con diversos grados de ironía, ya comulgando con su pertinencia social, que son causa actancial del devenir posterior de la trama.
Nos detendremos, de momento, en las tensiones estructurales que se hacen pertinentes a partir de que el mundo del afuera –espacio exterior caótico y ajeno–, irrumpe en el espacio interior de la existencia, –la casa y los objetos que definen su estatus– para revelar que hay un mundo detrás de lo aparente, insólito, surreal, y a la vez más creíble. Y lo haremos a partir de la Antología Casi todo, [8] –fundamental para que hubiera un acercamiento a su obra–, en la que se incluyen todos los cuentos de Casas del Vedado, pero en orden diferente al original.
«De Baccarat» [pp. 53–58], cuento que abre el libro en el segmento de la Antología, es, en su linealidad de lectura y hasta el penúltimo párrafo, una historia realista, signada por la autoridad de la madre que se hace “fantástica”, o suprarreal, solo en el giro de cierre, donde cambia la perspectiva discursiva del sujeto de la narración, en este caso un hombre que es, en realidad, y en paradoja que toma de la tradición del absurdo el recurso literario, un esqueleto. Esto, sin embargo, va a saberse en la última oración. Un esqueleto que, semióticamente, se convierte en espectro una vez que el dato –juguetonamente escamoteado a través del discurso de la narración–, revela que es hora de leer de otro modo lo hasta aquí leído. Algunos, siguiendo a Vargas Llosa, han preferido denominar este artificio como dato escondido, en condición de hipérbaton, pues se concluye cuál será la verdadera condición del personaje. Pieza ingeniosa que adelanta los mejores recursos literarios de la autora.
«El gran juego» [pp. 59–67] se desarrolla en una tensión entre lo profano y el desafío a lo sagrado, juego constante con la profanación que se actualiza a través de una lógica de exposición elemental razonada. No es una sátira, pero sí acude a lo satírico para sostener el ritornelo irónico. La narración se desarrolla a través de un interlocutor que apela todo el tiempo al interlocutario, sujeto de esa misma narración. Este sujeto es un personaje: Alfonsito, sobrino-nieto de una señora pudiente que ha permutado su mansión por un apartamento dúplex en un vigésimo piso, donde se han ido a «vivir pegados al cielo como quien dice». Alfonsito se dedica a jugar a ser Dios en la terraza alta, algo, según revela el interlocutor que narra desde la primera alocución del texto, impropio de un hombre de su edad y condición.
Así, el caótico curso del transporte público habanero se torna consecuencia de la acción de Alfonsito a quien han visto llevarse una mano al pecho e impartir con la otra bendiciones, o susurrar consuelos.
El pasaje inmediato sitúa la circunstancia:
–Aún no es hora, hijos míos, –dices cuando miras hacia la distancia, en la perspectiva que desde arriba se divisa, y compruebas que no viene el vehículo.
Alegraos que vuestros pesares tocan a su fin –si adviertes que el ómnibus, aún invisible para ellos debido a la curva de la esquina, ya se aproxima.
Cuando ves que no todos los que esperan pueden subir al transporte, les dices, según tu ánimo: Muchos son los llamados y pocos los escogidos, si te da por el Dios vengativo. O bien: Los últimos serán los primeros, si tienes tu faceta misericordiosa.
Visto así, el panorama pudiera sugerir una historia de supercherías que va a ser resuelta a través de la ironía discursiva. Varias alocuciones a lo largo del texto crean el espejismo sin que se adentren, a la postre, en la ambigüedad. La condición de Dios del personaje, que no solo juega en la terraza alta, sino que interviene además en las relaciones de la tía Socorro con el sacerdote, beneficiario de su caridad y, por lo tanto, flexible a la hora de explicarle a la señora las verdades de la teoría teológica, avanza a través de una cadena de sucesos costumbristas, de elemental lógica del curso cotidiano. Sus milagros no son grandilocuentes, sino eventos de pura cotidianeidad, asociados, eso sí, a circunstancias insólitas de ese devenir de la existencia común. Esto conduce a un pasadizo de banalización de la doctrina católica, lo cual se logra mediante didascalias de diálogo que la voz narrativa dosifica a lo largo del texto. Así, encontramos momentos de un humor que va del comentario de las creencias populares a la negra conclusión de que la bomba atómica, que el Padre termina por considerar «una advertencia, una forma de impedir que ocurran males mayores», ha resultado, según Alfonsito, «un escarmiento» que ha sido aplicado sobre los japoneses porque, «después de todo, no son católicos, ni siquiera cristianos». Negro es, por tanto, el distanciamiento que en ese pasaje se gasta la ironía.
Esta acumulación de anáforas irónicas actúa como dato para el punto de inflexión del relato: el momento en que, por fin, el Padre interpela a Alfonsito: «usted anda en el camino de Dios; no se puede cuestionar tanto a la divinidad si no se está profundamente atraído por ella», le dice. Y el personaje le responde: «–Me interesa la divinidad, padre, pero la quiero disfrutar por completo. No me conformo con el camino que lleva a Dios, me interesa el cargo». Del negro humor pasamos al aserto insólito, que en su contigüidad significante se convierte en blasfemo: el personaje va a disfrutar del cargo suplantando a Dios, sencilla y llanamente. La alternancia lingüística transforma, en una frase, al Supremo en un jefe y, por tanto, al Todo abstracto en un aquí específico.
Los juegos presuntamente banales de Alfonsito en la terraza alta se tornan, a partir de este momento fabular, en verdaderos milagros, concedidos nada menos que por Dios. Mientras la voz narrativa lo cuestiona –un personaje testigo directo del relato, no olvidarlo–, interpelando a ese Dios que asume «el cargo», pero que no debe serlo, los milagros se suceden. Todo sin perder la sucesión de didascalias anafóricas que marcan con humor las situaciones (verbi gratia: que la tía Socorro decida comprar algunas bicicletas «¡y va que chifla!», para que los mensajeros de Alfonsito cumplan los milagros).
El cierre de «El gran juego» nos revela el valor del sentido de la tautología. Tiene que acabar el juego, le exige el personaje que narra mientras promete «una novena y un velón de a peso durante un mes entero» si lo cumple.
Un cuento que me trae reminiscencias caprichosas de Eça de Queiroz o de la Nélida Piñón de Sala de armas, o menos arbitrarias del fenómeno de masas que fuera en Cuba Clavelito, y que me da la certeza de hasta qué punto María Elena Llana sabe cómo se escribe la literatura, aunque use tópicos comunes y en apariencia ligeros.
El estudio profundo de Casas del vedado, y de la obra narrativa de María Elena Llana, tal vez esté por comenzar, por más que podamos consultar acercamientos interesantes, tanto en Cuba como en el extranjero. Releer sus cuentos revela cuántas aristas son posibles en el ámbito de un análisis complejo, capaz de relacionar el cúmulo de elementos semióticos que los conforman y que dan fe de por qué su calidad se revaloriza a través de los años. Continuaremos, por el momento, indagando en las tensiones irónicas que el cuaderno reserva, dotando a la fábula de un espesor significante que parece ocultarse detrás de sus fantasmas, o convirtiéndose, acaso, en uno de ellos.
El cuento «En familia», por ejemplo, [pp. 68–73] está narrado en primera persona, por un personaje testigo, o protagonista, de los hechos. En él es fundamental la atmósfera en que se desempeña esa familia que un día descubre, con toda naturalidad, que los familiares fallecidos se reflejan en el espejo en el mismo sitio en que se encuentran los vivos. La enunciación discursiva se encarga de hacer natural la circunstancia, sin dotar al insólito hecho de reminiscencias extrañas. Es un propósito autoral, sin dudas. Esto reduce gradualmente la dicotomía estructural –muy presente en los cuentos de La reja– entre el mundo del afuera –en esta ocasión un armonioso fluir del más allá y no una realidad hostil y peligrosa–, y el espacio inmediato de los personajes centrales de la historia. Es un recurso literario manejado con sabia maestría para dar el impacto necesario al desenlace, quizás predecible una vez que el giro diegético se ha planteado.
Este giro se da cuando Clarita, graduada de la primera promoción de mujeres odontólogas del país, vivaz, emprendedora, audaz y decidida, decide comunicarse directamente con los muertos del espejo y, poco después, adentrarse en él, dejando el soporífero espacio del aquí familiar. Clarita deja un mundo apacible, cordial y sin otro futuro que no sea el de llegar a la muerte y, por tanto, a ese espejo donde los muertos, la mayoría olvidados, pueden, paradójicamente, vivir eternamente. Todo, sin la menor alusión a trascendencias filosóficas ni, por el contrario, pasajes de humor negro, o apuntes humorísticos que distancien la tensión de los eventos. Ni siquiera se alude a la extrañeza surreal de la imposible circunstancia en que se desarrollan los hechos.
La autora –la persona que piensa la escritura y no ninguna de las categorías que hacen pertinente el relato– no hace explícita esta idea y acierta, por ello, al dar a la historia el cierre clave, justo y sorprendente si bien no inesperado. El personaje que narra, prima coetánea y admiradora de Clarita, dosifica su proceso de seducción por traspasar también el espejo y sugiere, sin hacerlo explícito, ese periplo que convierte la vida en un monótono y apacible viajar hacia la muerte, sin nada que ver con el sentido trascendente de Heidegger. Como en «El gran juego», la perspectiva del locutor sazona con indicios el sentido que adquiere el desenlace y hace del relato una pieza maestra –otra más.
«La heredada» [pp. 74–78] se me antoja –no hay indicios en el texto de aquí sea– una parodia estructural de la fábula china del guerrero dispuesto a desafiar al dragón que ha custodiado un tesoro por un tiempo mítico. Al enfrentarlo, lo vence fácilmente, contrario a lo que pudiera esperarse, y de inmediato descubre que él mismo se ha convertido en un dragón y va a quedarse a custodiar el tesoro hasta que otro valiente llegue a derrotarlo. Sin embargo, mientras en la fábula tradicional, que es una joya en el género, subyace una icónica llamada a la avaricia, al punto de que algunas traducciones lo explicitan, en el cuento de Llana hay giros importantes de diferenciación.
Adelaida es una prima pobre –una vez más el vínculo familiar entre primas– que ha sido acogida por Lucrecia, su pariente acomodada y matriarca; matriarca de un reino de objetos que, al imponerse en su valor, marcan el verdadero dominio de la vida. Objetos que gobiernan la vida de los seres, sin adquirir –y esto es esencial– una función prosopopéyica, como suele ocurrir en el relato fantástico, o surreal. De ahí que el punto de tensión del conflicto se marque en la primera oración, la orden que recibe de su prima, ya en su lecho de muerte (una cama colonial imponente que impide la presencia de otra cama modesta para ella en la misma habitación): «No vendas nada, Adelaida».
Más adelante, cuando por fin ocurre la muerte de su prima y ella pasa a ocupar el lugar heredado, se pregunta: «¿Realmente heredó la casa y sus tesoros o fue ella el legado de Lucrecia a sus amadas pertenencias?» A través de un giro irónico que la autora maneja a plenitud, comprobamos que, una vez en posesión de la herencia, Adelaida se siente «cansada, muy cansada, no solo por los últimos días, sino por tantas noches durmiendo incómodamente y también porque las recomendaciones recibidas en esos seis meses la hicieron vivir en constante tensión, al punto de que llegó a temer que su sombra se proyectara sobre los valiosos objetos de la casa». Se adormece un instante y, un poco como en El aprendiz de brujo de Goethe, los objetos cobran vida, como espectros del sueño, por lo que debe despertar de inmediato y comprobar que todo sigue en su lugar, aunque ella sienta aún la hostilidad de la casa, «rebelada ante una humilde propietaria, decidida a no aceptar el señorío de la prima pobre». Entonces va a recibir la llamada del afuera, mediante dos aldabonazos que la sobresaltan y la conminan a comportarse con la humilde displicencia de siempre. Sin embargo, reacciona y se abstiene de acudir al llamado de ese mundo exterior que insiste en reclamarla, mundo del que ella procede y en apariencia ha escapado. Cuando cesan los toques en la puerta, Adelaida «mira en derredor y todo le parece más sumiso». Punto de giro fabular que la convierte en verdadera propietaria.
Para cerrar, la autora –insisto en anotar autora y no categorías– acude nuevamente al resultado irónico: luego de todo un ritual que expresa la toma de posesión del sitio, Adelaida marcha a la cocina y despliega sobre el piso un par de frazadas y una sábana, «segura de que este secreto, como el del jarrito de esmalte, jamás será descubierto.» La tensión entre el razonamiento proletario, de empleada, de Adelaida, y la inexcusable orden de la prima burguesa se resuelve con una filigrana de ironía, perfecta para un cierre.
«Reina Ana» [pp. 71–82] parte del guiño al valor de los objetos en la casa, guiño que es más una maniobra de distracción que un juego de prosopopeyas, pues la tensión de la historia alcanzará su pertinencia a través del conflicto personal, sujeto de la narración, no en los objetos.
La disyunción familiar se da entre la tía, urgida de asistencia tras su último preinfarto, y su sobrina-nieta, quien asume su cuidado y, con ello, la transformación radical de su mundo, apegado a los objetos de la casa.
Justo cuando se produce el giro diegético el silloncito Reina Ana cobra vida, se convierte en alguien, y no en algo, ese objeto vetusto y desechable al que ella se aferra mientras ha visto, o escuchado, cómo el resto de sus cosas –antiguallas plagadas de polvo y caca de moscas– desaparece, siempre por su bien, según la anáfora que marca la ironía. Cuando el dolor en el pecho acude nuevamente, en tanto ella recuerda sus viejas pertenencias, valiosas solo para ella, «le parece que este inventario de objetos viejos es el único saldo de su vida. Y el Reina Ana asiente». Avanzan a la par sus esfuerzos por llegar al sillón y la euforia de los jóvenes que ven, en escandaloso entusiasmo, desentendidos y fuera de su alcance, un combate de boxeo. El sonido de ruptura definitiva que deja escuchar el Reina Ana es «como la voz de sus propios dolores, de su propia vejez, justamente la voz que ella deseaba escuchar y que se apaga con el estallido final de la noche, cuando el árbitro anuncia al vencedor». Actualizado por el propio texto, queda la voluntad de eutanasia de la anciana, relegada al mundo de los objetos que, aunque han sido valiosos, van a una quiebra inevitable. Ha sentido el dolor en el pecho y se ha abstenido de llamar por lo que la alocución «la voz que ella deseaba escuchar» se convierte en un lexema clave de significación y, con ello, de sentimiento profundo y dramática sentencia. Se advierte además un juego de permutación con la prosopopeya, pues la persona ha resultado más un mueble que el propio sillón que la suplanta.
El cierre, también predecible según avanzamos a través de la cadena de anécdotas, aporta la sorpresa en el llamado sentimental con que concluye el texto. Amarga ironía que revela hasta qué punto es dramática una posible coincidencia, en un perfecto ejercicio metonímico, entre el nombre que clasifica a un objeto, el sillón Reina Ana, y el que designa a un ser humano, esa anciana que muere en la patética soledad que, «por su bien», le acarrea ser objeto de cuidado.
«Un abanico chino» [pp. 83–89] dedica un especial interés a las relaciones entre el tiempo de la historia –aquello cuanto ocurre en el relato– y el tiempo del discurso –el modo en que los sucesos aparecen en la perspectiva de la narración–, construyendo un relato de espejismos que conectan, fantasmagóricamente, a los personajes. Pervive, no obstante, la dicotomía entre el mundo del afuera, fuente del caos que lo transforma todo, y el espacio interior de la casa en el que la vida se supone modelo de comportamiento y refugio seguro de los males externos.
«La iluminación del sol comenzaba en el pedazo de acera que se veía frente a la entrada de la verja, como si allí mismo se estableciera el límite entre la luz y la sombra».
En los saltos temporales, del pasado al momento presente de la narración, dosificados según la perspectiva del dato, hay un juego actancial de circunstancias sociales. Numerosos grupos de personas que marchan a la plaza, para concluir en fiesta, en el estatuto temporal del presente, que es la circunstancia última del tiempo de la historia, y músicos callejeros que van de carnaval en el pasado, circunstancia previa que es la causa de toda la cadena de espejismos que vendrán después y constituyen el tiempo verdadero del relato. Paso a paso, alternándose, actualizando isotopías, se desarrollan los eventos en esa especie de «trenza de equívocos» que la voz narrativa va evocando, justamente desde el mundo del aquí, más tumultuoso que el mundo del afuera, aunque pretenda presentarse apacible. Es una historia compleja, o complicada, que la autora resuelve con oficio.
En «Claudina» [pp. 90–107] el personaje que narra, una mujer, recibe inesperadamente un piano antiguo, «lleno de sencilla dignidad» al que «se le adivinaban calidades profundas». Después de la confusa circunstancia, descrita con verdadera maestría literaria, capaz de introducirnos en ese ambiente insólito de modo que no deje dudas de su posibilidad, ella supone que se trata de un equívoco y decide esperar al día siguiente, cuando pudiera aparecer el propietario verdadero del mueble. Al día siguiente, en la «carrera de equívocos», aparecerá –nada menos– la confirmación de que, en el instante en que el piano apareciera, «prácticamente solo, porque el hombre que lo empujaba apenas se veía», se aviene una cadena de fantasmagorías.
La falsa autonomía del piano, irónicamente presentada en el plano del discurso, trae la impronta del mundo exterior que decide instalar en la casa a la otra persona, a contrapelo de los baldíos esfuerzos que el personaje hace por sacarla. Un atado de partituras y un ramo de rosas amarilla que, más o menos como el piano, «avanzó hacia mi mano», irán definiendo ese proceso, al que se opone el personaje. Desde la primera oración sabemos, sin embargo, que ha ocurrido: «Si Claudina llegó en algún momento, si de una u otra forma se instaló en la casa, debo tomar como punto de partida la entrada del piano en la sala». Tiempo mayor el aludido en el plano del discurso que el referido en el plano de la historia.
Así, los objetos que entran y se instalan, transforman la persona. La prosapia del piano, la dignidad de las partituras, la hermosura de las rosas y el teléfono –otra vez el teléfono como brecha que se abre al espacio exterior– reconstruyen el ser. Mientras el tiempo de la historia es breve, el tiempo discursivo hace más larga la cadena de sucesos, recurso que apuntala la situación irreal de que una especie de fantasma se aparezca en tu vida y forme parte de ella. El giro argumental se produce a partir de una historia de amor no correspondido que se apropia de elementos comunes al relato romántico –muy usado en la literatura de masas, pero no exclusivo de ella–; elementos que trampean libremente con la contigüidad.
Los espectros que tensan el relato son aún más ambiguos que el hecho –el dato fundamental de la narración– de aceptar que varios fantasmas, que a la vez pueden ser uno solo: Claudina, se instalen en la casa, y en la vida. Juego literario que la autora maneja a través de una sutil ironía discursiva, pretendiendo explicar lógicamente cuanto ocurre mientras demuestra que el suceso es otro. Hay un momento más claro en cuanto a la alusión a la metadiscursividad, ese en el que el amante despechado define su rol actancial en el relato: «mi persecución es el sentido de su escapatoria y, con el tiempo, esa escapatoria se ha convertido en su razón de ser, en la justificación de sus ansias de libertad». Antagonista que ayuda a que la historia progrese; ironía dominada por la angustia que se va a repetir en el momento del cierre, esta vez sobre la mujer solitaria que nos narra, regresando al angustioso momento anterior a esa «carrera de equívocos».
En extensión «Claudina» es breve, pero remite a una historia que anuncia pasajes novelísticos, de una prolongación temporal que incide en la impresión de lectura y consigue, gracias a la propia cadena de sucesos, salvar las tensiones narrativas entre lo real y lo surreal. Oficio y elegancia desbordan, también, en el uso de juegos temporales.
«El gobelino» [108–120], por su parte, introduce la tensión entre el mundo inanimado, que ocupa el lugar del mundo del afuera, y el espacio interior, el del encierro y las limitaciones. Hace como que retoma el motivo antiguo del cuadro perfecto por el que se fugará el propio artista que lo ha hecho, pero da un giro crucial en su propuesta. Silvia, niña enferma –esto es, con problemas mentales–, mimada y consentida en todo, solo encuentra sentido a contemplar un gobelino. De la contemplación pasa a la acción, lo que introduce un giro radical en la propia tradición de la que parte. Con soluciones semiológicas análogas a las de «En familia», esta historia reinventa el papel de las tensiones entre los seres del mundo de lo real, el aquí, y los espectros del mundo del afuera, es decir, y de nuevo en paradójica ironía, los seres que adquieren vida propia justo en el interior del gobelino.
Permutaciones constantes, sutilmente complejas, entre la realidad y lo surreal, entre el giro fantástico y la lógica simple de lo cotidiano. Una alternancia que es clave en los valores narrativos que ha estado proponiendo María Elena Llana.
En «El guardián» [pp. 121–125] una pareja de enamorados «un poco borrachos por los aromas de junio y de la lluvia recién caída», irrumpe desde el mundo exterior a través de una verja abierta y un jardín en penumbras: «la más sugestiva de las invitaciones». La entrada de los jóvenes amantes desata una atmósfera de ambigüedades una vez que son sorprendidos y, contra toda lógica, impelidos a subir a la cocina. Al aceptar el café que les ofrecen, como si fuesen visitantes, se convierten en parte del ambiguo concurso de los hechos. El discurso narrativo avanza alternando la tensión entre el mundo del afuera y el espacio interior de la mansión. De repente, los jóvenes «son espectadores», «una pareja verdadera frente a otra en la que se ha violado algún principio oculto».
El espacio interior, con peldaños de mármol, salón con veladores, espejos, cortinajes, un piano y el cuadro de la dama, ha sido invadido mucho antes de la aparición de la joven pareja. El cierre, entonces, como en no pocos de los cuentos de María Elena Llana, cambia el punto de vista de la descripción de acciones y pasa de los jóvenes enamorados y audaces a esa otra pareja que revela por fin el oculto principio que ha violado.
«En la pendiente» [pp. 126–138] retoma la ironía discursiva de «El gran juego» y la reubica –en estilo y circunstancia diegética– en un contexto de pragmática lucha por la vida. El espectro que vaga por la otrora imponente mansión, como un inquilino más, no aporta la tensión, sino la solución costumbrista, irónicamente resumida en el párrafo último.
«La casa vacía» [pp. 139–145] retoma, por su parte, los elementos que mejor maneja María Elena Llana: descripciones de ambientes espectrales y objetos de prosapia que han venido a menos, distracciones del punto de vista narrativo, sutiles giros irónicos y, para cerrar historia y libro, el dato escamoteado que vuelve a cambiar la perspectiva de lectura. El espectro que estructura la tensión en el discurso no es, precisamente, el espectro que «resuelve» el conflicto a través de ese giro sorpresivo que la última oración aporta.
De este modo, Casas del Vedado concluye llamando a leer una vez más, desautomatizando los códigos de recepción, tanto aquellos realistas que ya se saturaban en el panorama cubano, como los códigos fantásticos de los cuales se nutre su escritura. Uno de los varios secretos que lo vuelven un libro intemporal y, muy importante, independiente del giro sociológico que pueda estar detrás de los ambientes, descritos siempre con una prosa concisa y exquisita que puede darse ese lujo, y otros varios.
[1] María Elena Llana: Casas del Vedado, Fondo de Cultura Económica, México 2022. Prólogo de Alejandra Amatto.
[3] César López: Circulando el cuadrado, Ediciones R, La Habana, 1963.
[4] César López: Ámbito de los espejos, Letras Cubanas, La Habana, 1986.
[5] Ezequiel Vieta: Pailock, el prestidigitador, Ediciones Granma, Serie El Dragon, La Habana, 1966.
[6] Antonio Benítez Rojo: Tute de Reyes, Casa de las Américas, 1967. Jurado: Mario Benedetti, Jesús Díaz, Enrique Lihn, Carlos Monsiváis y Dalmiro Sáenz.
[7] Antonio Benítez Rojo: El escudo de hojas secas, Ediciones Unión, 1968. Jurado: Enrique Labrador Ruiz, Eliseo Diego, Andrés Núñez Olano, Juan Marse y Roque Dalton.
[8] María Elena Llana: Casi todo, Ediciones Unión, 2006. Usamos esta edición para las citas y los llamados a la paginación que en el cuerpo del texto se consignan.
La ironía es un recurso fundamental que parece haber pasado inadvertido en los acercamientos analíticos a la narrativa de María Elena Llana (Cienfuegos, 1936), Premio Nacional de Literatura 2023. Una ironía asumida a lo Ítalo Calvino, distanciando el objeto referido a través de un proceso de autorreconocimiento crítico, paródico, que en ocasiones fuga a lo patético.
El sujeto de la narración en los cuentos de María Elena Llana se halla en un aquí cerrado, dividido y, de repente, convertido en nada frente a las transformaciones de la sociedad, inaprehensibles para él la mayoría de las veces. Ya sea un narrador-personaje (por lo general femenino), o un personaje en quien la voz narrativa focaliza los vericuetos de su pensamiento (también con frecuencia femenino), dispone de un mundo limitado, concreto, centrado en la peculiar circunstancia de la narración. Lo que se había llamado el discurrir de la conciencia, en los cuentos de Llana es un dato valioso para el resultado irónico. El otro de afuera, que se encuentra allá y, por tanto en todas partes, inundándolo todo, suele mostrarse como un referente intextextual, reconstruido sin demasiadas transformaciones respecto a la visión burguesa a la que se adscriben los personajes.
Su libro La reja, con el que debuta en el ámbito de la narrativa cubana, ha provocado diversos comentarios y unos pocos análisis, si no superficiales, sí circunscritos a la notación de algunos rasgos más o menos sistemáticos. Esto quizás a causa de lo extraño que se hizo en ese panorama cubano de los años 60, extrañeza que aún sigue sonsacando desconciertos.
En «Nosotras»[1], su historia debut que ha resultado una de las más antologadas, el sujeto de la narración, personaje que, tras un sueño más o menos común y corriente, encuentra al otro lado del teléfono a otra persona que se llama como ella y en esencia es ella misma, duplicada. La que responde al otro lado de la línea telefónica, en el allá del afuera, lo toma, sin embargo, «así, tranquilamente» mientras ella lo toma «así, arrebatadamente»; dos actitudes contrapuestas de un mismo ser. No se trata de un ingenuo caso de doble personalidad, propio de la narrativa sicológica del siglo XX, ni, por menos, de un desvío mental del personaje, pues la estructura narrativa –del texto al discurso– deja claro que se trata de una circunstancia de duplicación de la persona. La contraposición viene, sin embargo, de la tensión entre la lógica de lo real, que gobierna la mentalidad del personaje que cuenta la historia a la par que la vive, y la llana y apacible aceptación de lo insólito por parte del personaje referido, es decir, su interlocutora en el plano de la diégesis.
No son baldíos los elementos isotópicos del nombre con el que ambas van a identificarse: Fulana de Tal y de Tal, hija de Zutana y Esperancejo. Este dato valioso tributa a la mirada irónica, pícaramente distanciada de las convenciones narrativas que podrían servir de referente.
El final de «Nosotras» descansa, por tanto, en la ironía: esa mujer que nos cuenta la historia, testigo directo y no omnisciente, ha salido precipitadamente de su casa –el aquí del encierro– y ha olvidado las llaves. Al descubrirlo, de inmediato, decide regresar, ya con la certeza, llena de temor, o algo de espanto, de que ese doble de ella misma, que ella misma es, acudirá a su llamado y abrirá la puerta. Un giro sorpresivo, y a la vez anunciado y reiterado, que debe concluir con la certeza del dato en tanto deja en el plano de la percepción la misma visión lógica realista que se ha permitido intervenir.
Un ejercicio de esta índole era una apuesta improbable en ese panorama literario cubano de la década del 60; nada que ver con los tópicos predominantes. No es de extrañar, entonces, que pasara sin muchas consecuencias.
Lo que propone Llana con su libro La reja no es, precisamente, un fantástico, como lo acepta Todorov, sino un juego de espejismos salidos de la irrealidad que se genera a partir de los temores de la imaginación. Una ruptura de la lógica que se halla más cerca de la estética del absurdo que del relato fantástico, más en la línea del cuento latinoamericano, o el de algunos autores japoneses, que del relato mítico europeo. Al insertarse entre ambos, y acudir al antropológico marco de lo identitario, el desconcierto obnubila al receptor y lo conduce a lo más común en estos casos: pasar de largo. De ahí que no llamaría la atención hasta casi dos décadas después, cuando los tópicos narrativos predominantes de nuestro panorama han sufrido una saturación comunicativa radical y han estrechado el alcance y los riesgos de sus perspectivas literarias. Como noticia de cambio recibirían las generaciones subsiguientes la aparición de Casas del Vedado, en 1983.
El cuento «Conócete a ti misma», [pp. 25–29] de ese primer libro, afinca su argumento en una percepción irónica: al personaje, una mujer («la seria señora»), le urge una personalidad y desde hace tiempo lucha por tenerla: «Una cualquiera, pero una personalidad. La personalidad plana y marcada a cuadros de las aceras; la rugosa personalidad de los troncos; la personalidad pastosa y engreída de una croqueta.» Las marcas de lo irónico se muestran en la propia apertura de la narración, desde la propia alusión socrática del título, traslapada a lo femenino y, por tanto, en desafío a la tradición del saber que la reproduce aún antes de los propios Diálogos platónicos en un ámbito de masculinidad casi exclusivo, hasta el apelativo de «seria» que nombra y distancia a la señora. También, para el caso, en una disyunción entre el aquí del encierro, presuntamente seguro, y el afuera turbio, confuso, absurdo en su lógica de la cotidianeidad. Así lo vemos en datos sucesivos que citan la dinámica y el habla de la calle y se concreta en esta frase, encajada como un elemento fundamental del discurrir del pensamiento en el sujeto de la narración: «si la calle no existiera ella no necesitaría una personalidad».
Desde el mismo principio de la historia, la personalidad es una cosa, un objeto: «Entonces su mirada tropieza con algo que hubiera querido evitar a cualquier precio. Allí está, en medio de la habitación, su pobre personalidad a medio construir. Sin forma determinada, llena de espacios vacíos en los cuales ningún material parece destinado a encajar» Por fin, esta se reifica y, paradójica, irreal e irónicamente, va a resolver su conflicto a través de la filosofía, pues se convierte en espiral, esto es, una espiral dialéctica socrática, un conocerse a sí misma que es siempre estar en duda. Giro sorpresivo, concluyente, que se ha permitido exquisitos malabares –irónicos e implícitos– con la tradición del pensamiento socrático o, más sutilmente, el pensamiento dialéctico.
En «El viaje» [pp. 30–32] el personaje nombrado «El extranjero» invade el mundo del adentro de la isla y provoca un doble cambio en la conducta de los personajes. Kapola mira con interés a Koa, gracias al interés que le ha prestado el extranjero, quien desde el mundo del afuera llega para transformar la existencia interior. Se cumple así la amenaza que ha estado en disyuntiva en las historias anteriores y, por no ser menos, también en esta. Cambia también la conducta de «la vieja madre de Kapola», quien le había aconsejado varias veces que se casara con Koa, «la mejor de su edad». El texto concreta el giro irónico al asegurar que «no le gustaban las mujeres con historia. Y esa Koa sería recordada siempre como la muchacha de la isla de la cual se enamoraban los extranjeros que fumaban en pipa». Por más simple que sea, no puedo resistirme al adjetivo delicioso para calificar el giro de cierre de la historia cuya perspectiva, por cierto, va a recaer en la voz narrativa antes que en uno de los sujetos de la narración.
En el cuento «La reja» [pp. 33–41] no hay espejismos irreales, o insólitos, sino espejismo lógicos, posibles, admisibles según la circunstancia del sujeto narrativo. La reflexión acerca de la circunstancia, dramática en extremo pues su vida está en riesgo y la vive a punto de ser atrapado por crueles torturadores y asesinos. El mundo del afuera de la lucha clandestina contra la tiranía –aludida, pero no marcada textualmente con notaciones explícitas– se convierte en el mundo del adentro de la reflexión del personaje. Así, la oposición espacio interior mundo exterior se muestra de doble modo: se han refugiado en una casa, espaciosa, clara, de gente pudiente, con la esperanza de que desde el afuera no lleguen a apresarlos. El ciclo se repetirá una vez que el personaje, un joven de apenas 17 años, regrese a su propia morada, donde lo espera su madre que nada sabe de sus actividades y hasta se consuela de que se abstenga de salir, dado lo difícil de la situación con las persecuciones policiales. Atento al sonido de la reja, que daría la señal de la invasión del mundo exterior, que en este caso es la tortura y la muerte, transcurre el ciclo narrativo. «Otra vez dentro. Otra vez cogido en lo que pudiera ser un refugio y una trampa». El espacio cerrado del adentro reincide en el juego de espejismos, pulsados por las dudas.
No poca literatura que buscaba reflejar la lucha clandestina contra la tiranía se produjo y no poca fue buena, contrario a lo que se asegura sin investigaciones de fondo que lo diagnostiquen, la mayoría signadas por predeterminaciones ideológicas análogas a las que se pretende criticar. Sin embargo, los elementos de Llana son distintos, individuales, introspectivos, destinados a dejarnos una visión más literaria –humana– del fenómeno social al que se alude. Ello sin cambiar el sentido ideológico que comparte con la mayoría de la literatura de esta temática que se produjo definiendo como cruel tiranía a la cruel tiranía.
Tampoco estaba preparado el ámbito de recepción para discriminar con justicia este tipo de texto. Se habían creado tópicos propios del realismo –y no solo del realismo socialista–, pues se esperaban resultados concluyentes en la trama, ya fueran trágicos, los más, o victoriosos. El héroe vencido por el sueño, y el espejismo del cansancio, no se ajustaba a los tópicos al uso y pasó también de largo ante los ojos de la mayoría. No creo, sin embargo, que fuese ignorado a propósito, simplemente tenía que esperar.
Amarga es la ironía de «Nochemala», el cuento con el que cierra La reja. [pp. 42–50] Los espejismos, por su parte, se suceden contiguos al mundo de lo real, aunque esa realidad parezca impracticable, imposible por causa de lo cruel que la circunda, y la define. La historia que cuenta «Nochemala» es de una alta intensidad dramática y comparte algo de los tópicos al uso acerca de la represión de las fuerzas policiales en ese periodo histórico, sobre todo el de la antonomasia, que es, en la cuentística de Llana, el mundo del afuera que estremece el espacio interior, íntimo, del sujeto de la narración: la madre y esposa que teme por el hijo, asociado al movimiento revolucionario, y desconfía de las soluciones del cónyuge, en pactos laborales con los militares. Y aunque comparte esos tópicos de referentes sociales que el canon narrativo ha estado saturando, y hasta banalizando en parte, la autora sabe cómo dotarlos de valor literario, pues los convierte en parte de la metonimia que ayuda al dramatismo. La presunta solución al conflicto familiar, tomada por el padre, consiste en entregar el hijo a las fuerzas represivas a condición de que lo dejen partir después a los Estados Unidos. Es un absurdo y la madre lo intuye desde dentro, aunque en principio lo acepte. En este párrafo hallamos el núcleo del conflicto:
«Sus ojos vagaron, como sueltos, hasta posarse caprichosamente en el pedazo de cerca que veía desde allí. Por pura costumbre miró más allá, hacia la calle, y la desolación la golpeó con dureza. No, no vendría… Estaba preso y, paradójicamente, por primera vez estaba seguro. Estaba seguro. Cerró los ojos. Quería convencerse a sí misma de que eso era verdad. Pero si un golpe de su corazón decía “está seguro”, el otro ripostaba “es atroz”.» Atroz, por consiguiente, se torna el giro irónico que el título propone. La paradoja informacional es, justamente, la base del conflicto dramático.
Como en «La reja», una cerca es la frontera de los mundos: «En la cerca, las flores de pascua enrojecían paulatinamente y se balanceaban sobre los tallos largos, flexibles, desnudos…». Así, en la oración que cierra el texto, un paso más allá del relato concluso, ese elemento divisorio aporta el toque maestro estructural: «Los largos tallos, desnudos y flexibles, se balancearon cuando la perseguidora salió silenciosamente del patio de la estación.»
A estas alturas de la trayectoria literaria de María Elena Llana, quien, como Alice Munro, ha sido fiel dignificando al cuento como género, lo fundamental será saldar la deuda que tenemos con su obra cuyo vasto universo estaba allí, desde el debut, entre ironía y espejismos. Culpa suya es haberse adelantado, no hay de otra.
[1] María Elena Llana: «Nosotras» [pp. 17–24], en Casi todo, Ediciones Unión, Ciudad de La Habana, 2006. Todas las citas se toman de esta edición.
La novela El auriga del carro alado[1], de José Luis García, es, en esencia, un juego de espejos alegóricos. Su título da fe de que busca intrigarnos a través de la interpretación intuitiva de una alegoría: la del auriga de Platón que debe desplegar sus habilidades para conducir su carro en equilibrio, hacia la iluminación, pues va siendo tirado por dos caballos alados de conductas opuestas: «Uno representa lo racional, lo moral, es decir, la parte positiva de la naturaleza humana, mientras que el otro encarna las pasiones irracionales, los apetitos espurios, la concupiscencia». [p. 107]
Destacaría una virtud de esta novela: su capacidad de dialogar a través de cápsulas de pensamiento y reflexión. Y aunque no es, precisamente, una novela de tesis, juega con ello con bastante fortuna a partir de la fragmentación del discurso. Ya sean las numerosas reflexiones que apunta el autor bajo el paraguas de sus personajes, ya las que evoca a modo de cita, o apropiación más o menos referida, tienen el don de no ser puro relleno, sino llamado a comprender, o a disentir.
La segunda virtud que distingue a El auriga del carro alado de buena parte de lo que se ha estado publicando en Cuba, radica en la autonomía de la historia narrada respecto a las referencias a las que se aluden en el texto. La historia es autónoma y no depende de la idea que se tenga del contexto social ni de las circunstancias concretas de la realidad, aunque, es importante también subrayarlo, no se aliena de la realidad ni, mucho menos, la ignora. La construcción de un universo propio, singular en ciertos aspectos, tomando lo esencial de la tradición de la novela futurista, ayuda a que así sea.
El doctor Echemendía, personaje autor del Diario que narra y organiza la historia, traza el verdadero hilo rojo de la narración a través del abundante conjunto de referencias y citas que median, y provocan, el ámbito de la recepción. Este periplo alegórico transcurre por tres series diegéticas fundamentales:
1ª. Su nueva circunstancia vital desde que le permiten instalarse en la isla para ejercer la Medicina.
2ª. La secuencia de novelas que desea escribir.
3ª. Las didascalias metadiscursivas, o metaliterarias, que dialogan con su propio discurso narrativo.
Al narrar la historia a través de las anotaciones de un Diario, un recurso con larga tradición en la literatura, el autor superpone perspectivas y puntos de vistas, como en un juego de espejos que se multiplica.
La alegoría que engloba ese juego de espejos se encuentra en una isla a la deriva, ya en un futuro indefinido, en la que ha fracasado el sistema social que había tomado el poder para ejercerlo de manera férrea y ortodoxa, por lo general dogmática. Las fuerzas de la Coalición han desbancado al gobierno marxista y han perdonado la vida al doctor Echemendía, quien ejerciera el espionaje internacional sin preocuparse por los medios, centrado solo en los fines altruistas que lo motivaban. Esto se da por testimonio de la voz narrativa —el Diario—, empeñada en escribir, más con el objetivo de alcanzar la perfección narrativa que con la intención de contar una historia concreta. Así se suceden los enjuiciamientos —radicales, negativos— de las propias ideas que va anotando como posibles tramas de libros. Predomina en ellos, por encima de la perspectiva diegética, o la cadena de sucesos que servirían de marco evolutivo a la intriga, el sentido moral, o filosófico, que esa historia por contar deberá entregar en su resumen.
Descubrimos entonces otro juego de espejos: lo que trasciende —según el autor—, no es en sí una trama, ni un argumento siquiera, sino una cápsula de sentido filosófico, moral. De ahí que constantemente hallemos anotaciones evaluativas de la prosa que usa, o debe usar, del contexto de la trama o de las circunstancias discursivas que definen el texto, ya sea metaficción, como lo llama el mismo autor, ya sea estructura descriptiva o composición retórica. «Antes me resultaba tedioso escribir una simple carta y ahora me apasiona la idea de escribir un libro» —anotará— como uno más de los apuntes del Diario. [p. 24]
En la única oración que intenta definir qué debe ser el Festival de cine INSTAR, publicado en su página oficial, se deja claro que ha de calificarse al gobierno de Cuba como dictatorial y autoritario. Es un precepto a cumplir disciplinadamente, acorde con el estamento ideológico con el que pretende legitimar su sufragio, que limita cualquier otra variación, por moderada, o maquillada, que aparezca. La provocación insultante que etiqueta con claridad ese precepto responde, también en disciplina de manual, y en paradoja de cínico trasunto, a un acto de negación autoritaria, absoluta. Vivimos tiempos de manipulación emocional que se guían por juegos de etiquetas y preceptos compactos que prescinden del juicio de valor, o de la ética civil. Así, en solo una oración la plataforma da fe de haberse apropiado del “nuevo cine cubano”, es decir, aquel que cumple el requisito ideológico predicho, único, por tanto, que están dispuestos a aceptar, y del maniqueo triunfalismo del “diálogo creciente con diversas cinematografías”.
Si nos atenemos a la cifra de filmes en concurso –quince en total, de los cuales solo cuatro no tienen a Cuba como procedencia– pudiéramos pensar que, además de escaso, ya que las fechas de realización van del 2020 al 2023, es monótono y sin variaciones conceptuales el panorama creativo de la cinematografía cubana de hoy. Su selección ofrece una lección ejemplar de cómo debes ejercer el pensamiento único, si es que se puede calificar de pensamiento a la repetición de tópicos de propaganda y a la escasa profesionalidad del resultado audiovisual. El objetivo de INSTAR es provocar el pretexto, alimentar la propaganda ideológica y, con ello, la fe de emolumentos. De paso, y en lógica acorde con el capitalismo que da como democracia modélica el sistema de Partidos políticos, legitimar su propia intolerancia como si fuera el ejercicio del derecho a participación.
Sin embargo, para participar, y es lo que duele, tal vez a fondo, depende del propio entramado de eventos institucionales cubanos. Viene, por racionamiento, a la par que el Festival del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana cuyo prestigio desborda más allá del Continente americano. La mayoría de los currículos de los incluidos en nómina oficial del evento proceden de ese sistema institucional educativo, de calidad y universal, que solo la revolución cubana ha desarrollado, lo que pasa al ámbito de lo invisible en la campaña. Así se intenta cazar a la bandada de pájaros con un solo disparo.
Tampoco podía faltar la propaganda que evoca a la censura, el pavloviano estamento que difumina el porqué de la campaña. ¿Admitió INSTAR a todos y cada uno de los que solicitaron, según el formulario previo, formar parte de él? ¿Tan flojos se vieron que pudieron darse el lujo de elegir? ¿No le asiste, por su parte, al Festival de La Habana el legítimo de derecho de aceptar las puestas que sean de su interés? ¿Tan alto anda el ego de los realizadores que se consideran admitidos de oficio, sí o sí, sin dar valor al juicio del que patrocina?
Si juzgamos por el halo de amenazas y promesas de revancha que acompañan a las declaraciones de los no admitidos, así es, sin más opción. Las frases de Yero –becario y asalariado de la EICTV, cuyo financiamiento y recurso no caen de mamá, por cierto– irradian el terror de la venganza, la promesa del odio en desbandada, lejos, muy lejos, del llamado a la libertad de expresión que en calzones se predica. Sería, después de todo, una reacción de impotencia que el verdadero impotente no puede contener; pero hay señales –otras– que llaman a sospecha.
Rialta, uno de los entusiastas y activos patrocinadores del Festival de INSTAR cuyo oficialismo anticomunista es también ejemplar y autoritario, no ha escatimado en el fuego graneado alrededor de los documentales en concurso. Entiéndase: aquellos que cumplen disciplinadamente con el requisito ideológico en precepto. Sobre este ruido de nueces de tan ronca clave, alguno ha llegado a calificar de humanitaria la crisis migratoria de estos tiempos, dejando en el tablero el pretexto de invasión, o intervención, humanitaria de los cascos azules de la ONU, la misma ONU a la que olímpicamente se ignora respecto al reiterado veredicto de su Asamblea General en contra del Bloqueo. (Para Asamblea, se dirán, con la de los trumpistas cineastas ya es bastante.)
Veritas, no podía ser de otro modo, ha estado siendo el principal caballo de batalla. No es posible criticar, ni discrepar con su precepto ideológico: los mercenarios de entonces deberán ser readmitidos como luchadores heroicos. Quien lo confronte, aunque lo sobrepase en obra y trayectoria intelectual, deberá ser omitido. Así lo hacen con la opinión expresada por el escritor cubano Antonio Rodríguez Salvador, –cuya obra sobrepasa en valor a la de los aludidos, realizadores y opinólogos, todos juntos–, a quien ni siquiera le conceden el beneficio de la duda. (El beneficio de la duda, en caso de comparación sin mediaciones, daría a lugar muy pocas dudas). Para la propaganda orgánica, sin embargo, no es suya propia la opinión expresada, ni el juicio emitido, sino de alguna especie de ente oficialista que la dicta. Si de ese modo me faltas el respeto, no es posible que el diálogo se ejerza, ni que respeto te guarde, ¡qué narices! El que escribió esas palabras, le digo directamente al realizador de Veritas, cuenta con una obra que sobredimensiona a la suya sin misericordia y que, por norma de estos tiempos, él ignora y desconoce. Son tiempos de superchería pública y culto a la ignorancia, por supuesto.
La propaganda financiada por el Departamento del Tesoro estadounidense, por su parte, diferencia con toda claridad a los propagandistas dóciles a su propio pensamiento oficial, destacando sus perfiles en redes y resaltando sus nombres y presuntas competencias profesionales –críticos, periodistas, realizadores, etc– en tanto obvia –¡censura!– la competencia del otro. Para no hablar de cómo las notas de prensa se plagian descaradamente, llevando a cabo el objetivo que proyectos como INSTAR dan de pretexto.
¿En qué ha pensado –si es capaz de hacerlo– un realizador que pretende estar a la vez en uno y otro Festival? ¿No es un absurdo, cuando no una rayana estupidez, el intentar legitimar esa falaz dicotomía, ese cinismo brutal de oportunismo? Si tan mal lo valoras, ¿por qué querrías estar en él, a fin de cuentas? ¡Ah, la sacrosanta base ideológica de la democracia participativa, legitimada por la pugna de Partidos políticos, que muchos, y muchas, hallarán en su subliminal trasfondo de argumento!
Creo, por supuesto, que todo ciudadano tiene derecho, y hasta necesidad, de vender su condición de fuerza de trabajo y sacrificar, con ello, la trascendencia de su obra. Cobrar al contado es a veces forzoso, lo comprendo, más si se aspira a la gloria de un día que hoy tanto se disputa. El mercenarismo en el arte y la cultura no es, tampoco, una rareza, menos si sigue en marcha un plan para el clientelismo ideológico. Pero el derecho a la opinión nos permite llamar por su nombre a quien lo ostenta, por más que pretenda camuflarse entre esa selva de viles mercenarios que envilecen el arte en tanto claman, desde la impunidad y el cinismo de su ombligo, su preciada soldada.
Al ser una expresión espontánea e inmediata, la risa ha servido como aval de verdad, o de confirmación de un estatuto axiológico determinado, generalmente en boga en el ámbito de las confrontaciones entre la ideología dominante y los ideologemas que intentan subvertirla. Desde cientistas sociales hasta humoristas que se esfuerzan por responder las preguntas de sus entrevistadores, han dado fe de que el acto de reír implica una complicidad con el significado que en el chiste se denota. Así lo ha dicho, por ejemplo, Virulo (Alejandro García Villalón), un trovador cubano que ha dedicado al humor toda su obra y no ha cejado en sus propósitos de reivindicar la condición artística de la creación humorística, así sea una sátira inmediata, de efímeros propósitos.
Cuando Virulo se enfrasca en recorrer humorísticamente la Historia de Cuba, o el Génesis bíbñico, desafía más el canon de los historiadores, o el de la retransmisión popular de esos relatos históricos, que la axiología que subyace en ellos.[1] En ambas producciones predomina el uso de la parodia musical, aludiendo a temas populares del repertorio cubano, recurso que posteriormente el autor sustituiría por composiciones originales que toman como base la tradición de esos mismos géneros musicales, sobre todo la guaracha, de larga tradición para esos fines. Así, y sin parangón, lo hizo el grupo argentino Les Luthier.
Para Virulo, sobre todo en esa primera producción que recorre la historia de Cuba, era importante que el relato narrado por su obra aludiera a un testimonio cierto, convencional en esencia, al que se le añadían comentarios jocosos, simpáticos, casi siempre ingeniosos. De ahí que su concepto de lo cómico con frecuencia se asocie a la revelación de una verdad, oculta aunque se halle a la vista de todos. En el siguiente disco, Génesis según Virulo, aborda magistralmente el tema del racismo, al convertir a Caín en negro y satirizar las conductas racistas hegemónicas. Allí, Abel, el bueno, es un niño insoportable, cruel con su hermano. Se entonces de chistes que desafían las concepciones racistas de la historia bíblica retransmitida hasta los tiempos modernos y por tanto vigentes, así como de un uso musical de los ritmos cubanos que lentamente anuncian la independencia posterior de la parodia. Insiste, sin embargo, en su percepción de contigüidad entre el chiste y la verdad, sobre el al ámbito de las conductas reprobables y, por tanto, risibles.
Disfruté de estos discos en una edad temprana, cuando poco me importaba qué decía la crítica, o a la academia, y menos la autoridad aludida. Al escucharlos luego de años en que dejé a mi memoria su disfrute, compruebo hasta qué punto la historia de pasar injustamente inadvertido se repite. Son producciones magníficas, de una asombrosa actualidad que, por lo mismo, se adelantaban a los que solo veían el paso próximo del pie.
En su ensayo La risa caníbal, Andrés Barba asegura que «todas las campañas globales en contra de la legitimidad del humor como instrumento dialéctico, político o filosófico se hacen esgrimiendo como bandera «argumentos» totalmente puritanos, biempensantes y razonables: el respeto a los más débiles, a los desprotegidos, la abolición de los prejuicios, el derecho a elegir la religión propia, la lucha contra el racismo, la homofobia, el sexismo…».[2] Esta actitud de sospecha y descrédito contra los procedimientos humorísticos ha sido exacerbada por el activismo creciente del siglo XXI, que en muchos casos es tan absolutista como el sujeto social al que confronta, y ha limitado seriamente la libertad de expresión del humorista.
Marcos Mundstock, autor de muchos de los geniales textos de Les Luthier, habló en varias entrevistas acerca de las diferencias en el abordaje del chiste después del activismo de la nueva época. Chistes que eran inocuos, advertía, han perdido esas señales de inocuidad y se han convertido en un problema. Veía esa circunstancia como un reto imponderable y tal vez por eso logró que su humor se mantuviera siempre a tan alto nivel. De ahí que no sea aconsejable ignorar hasta qué punto la autoridad presupone, a contracorriente, las rutas del humor que la cuestiona. Para Andrés Barba, tales conductas de rechazo a lo cómico manifiestan un «miedo a enfrentarse al humor de los demás, no como a un insulto, sino como a una idea, prejuiciada o no, falsa o verdadera, agresiva o inocua, estúpida o inteligente, pero siempre compleja».
Falsa o verdadera, apunta el intelectual español, conocedor de que siempre es posible conceder el beneficio de la duda al enunciado cómico. Aún así la condición de verdad pesa sobre el chiste y condiciona su uso. Naciones como Estados Unidos o el Reino Unido, productores insaciables de comedia en sus más diversos géneros, han intentado resolver estas contradicciones a través de leyes que, en general, acuden a la contigüidad en la condición humana para la posibilidad de hacer el chiste. Por ejemplo, que un judío sea el que haga los chistes de judíos, o una mujer se encargue de los chascarrillos que aluden a su sexo. No es lo ideal, pero algo logran ante el embate de la autoridad que se interpone a lo cómico. Lo curioso es que estas medidas se toman, precisamente, desde la autoridad dominante, la que sostiene y garantiza los preceptos ideológicos y morales que les permiten el ejercicio del control social o, lo que es análogo, la gobernabilidad. No son ajenos a que el humor emerge, como la humedad que los muros intentan esconder, de cualquier restricción, por lo que se hace necesario conjugarlo con las políticas que deberán garantizar sus votos.
Cuando Andrés Barba nos dice que la imagen mental del poderoso «obliga al más débil a adoptar la máscara caricaturesca que le ha sido asignada» deja implícito el hecho de que lo cómico entraña una verdad, esencia de esa idea a la que la autoridad le teme y de la cual intenta protegerse de diversos modos.
Según mis investigaciones, el chiste no revela precisamente una verdad, sino un punto de vista general, externo, que se impone al criterio personal en el momento en que ese criterio personal parecía inamovible, e incluso justo. En ese juego simultáneo de significados radica el efecto de la risa, ya que ambos se van a interponer, obstruyendo en apariencia el sentido, a la vez en la percepción del receptor. Dos sentidos posibles, de independiente lógica, se convierten en uno de repente, según la estructura que requiere el enunciado para hacerse humorístico.[3]
Acaso llevado por el juego indirecto de la figuración del sentido, Andrés Barba define al chiste mediante una analogía metafórica: «el chiste es una trampa diseñada para encontrar su propia (y única) salida no por la puerta principal, sino siempre e inevitablemente por una puerta trasera». En su conformación, apunta, es fundamental la precisión de las palabras usadas, cambiarlas, incluso por sinónimos, y errar, por tanto, en la palabra clave, puede llevar a la pérdida de lo cómico. De ahí lo imprescindible de su construcción narrativa.
La construcción narrativa del chiste depende, imprescindiblemente, de una estructura semiótica que ubique sus funtivos en el sitio justo, so pena de perder la risa. Al indagar en ese entramado que rodea al enunciado humorístico, Andrés Barba aporta una reflexión que quisiera citar en este punto:
«La autocensura de la sospecha establece una clasificación implacable y taxativa: los que están dentro y los que están afuera, los que están a favor y los que están en contra, y otra categoría más: los que fingen estar a favor pero en realidad están en contra y pueden ser desenmascarados, porque al igual que el rubor delata la inocencia o el sentimiento de culpabilidad, la risa delata nuestros sentimientos y convicciones más profundos, unos sentimientos que en no pocas ocasiones coinciden con los menos confesables.»
Si entendemos lo cómico solo como una conducta ante el estímulo, como lo entiende el análisis que proclama la risa a través de la superioridad, lo dejaríamos irremediablemente fuera de los valores creativos del arte. El estupor de una persona ante una obra pictórica de la que no entiende nada (Guernica, por ejemplo) es un equivalente de la reacción negativa de aquel que ha sido objeto de sátira, o parodia cómica, y casi siempre esta reacción viene acompañada de llamados a descalificación de la obra contemplada. Si llegamos a un sitio donde se escucha por altoparlantes la música urbana del momento, y la sustituimos de golpe por la de una soprano del bell canto, la mayoría de los presentes reaccionará con estupor y, sobre todo, risa.
Toda acción de producción de sentido, y de uso de los signos para comunicar, entraña un doble proceso de interpretación: primero, el de percepción inmediata y, segundo, el de la comprensión que la razón ordena, o sea, la deconstrucción del mensaje percibido en tanto mensaje. Por eso es imposible que el medio sea el mensaje, incluso para el propio McLuhan.
La complejidad de la poesía en el ámbito de la recepción se debe, precisamente, a que sus sistemas de figuración, y relación de términos significantes, son esencialmente complejos y suelen estar fuera de lo habitual en la norma cotidiana del habla y por demás son ajenos a los del lenguaje redactado para otro tipo de género literario. La poesía somete al lenguaje a normas que exigen una relación más recóndita entre sus elementos. Si nos atenemos a la lógica de los filósofos freudianos tendríamos que suponer que percibimos el valor del enunciado poético porque nos hace sentir sublimes y capacitados para las bellas artes. Y si aceptamos esta lógica, nos permitimos la plena recepción poética en tanto somos espíritus superiores. La comprenderían entonces todos aquellos que se dispusieran a aceptarla como de alto valor cultural. Por el contrario, muchos necesitan la segunda fase de deconstrucción del sentido para comprender la poesía, lo que, en cierta medida, anula su golpe sorpresivo en el entendimiento humano.
Si bien este proceso de reevaluación del mensaje no se hace evidente en el ámbito de lo poético, sí se evidencia, de inmediato, en el de lo cómico. Te ríes, o no, no hay de otra.
Respecto al criterio de verdad, o aceptación de los preceptos axiológicos que puede sugerir el chiste, el procedimiento también es posterior al efecto inmediato de la risa. La verdad, si se me permite la parodia, está afuera, más allá, o más adentro, del enunciado humorístico. Puede ser evocada, o aludida, lo que se hace con frecuencia, pero su comicidad dependerá, siempre, de la estructura compleja que compone al chiste, más que de los tópicos ciertos a los que pueda aludir. Y aunque la risa y la verdad coincidan en muchas ocasiones, como lo sugiere Virulo, no existe una norma de significación que haga contiguos al chiste y la verdad. Algo que entiende con más dificultad el individuo que ejerce una severa autoridad que el individuo que busca hacer reír, te quiera bien, o no.
[1]La Historia de Cuba y Génesis según Virulo son discos de Larga Duración, o LP, en soporte de vinilo de 1979.
[2]La risa caníbal. Humor, pensamiento cínico y poder, Ediciones Alpha Decay, 2016. ISBN 978-84-944896-0-0. A la misma obra pertenecen las citas siguientes.
[3] He desarrollado con amplitud esta tesis en mi libro El nombre de la risa, Cubaliteraria, 2014
El Centro Cultural Cuba Poesía, con el auspicio del Ministerio de Cultura, el Instituto Cubano del Libro, la Sección de Poesía de la Asociación de Escritores de la UNEAC, el Centro Iberoamericano de la Décima y el Verso Improvisado, el Movimiento Poético Mundial, el Proyecto Cultural Sur, y la Cámara Cubana del Libro, convocan al 30 Festival Internacional de Poesía de La Habana y a su Mitin Poético Virtual, del 27 de mayo al 1 de junio de 2024, dedicado a la poesía de África, en el 90 aniversario de la poetisa, antropóloga y africanista Natalia Bolívar.
Con la Presidencia de Honor de la gran poetisa cubana Nancy Morejón, Premio Nacional de Literatura, el Festival incluirá los espacios habituales “Cuba Poesía itinerante”, la labor promocional de la Escuela Nacional de Poesía del Movimiento Poético Mundial para la lectura y la escritura creativa y el Encuentro de Poetas en Defensa de la Humanidad que, en esta ocasión se dedicará a la lucha por la paz.
Los autores invitados al mitin Poético virtual de La Habana deberán enviar previamente sus grabaciones en video, que se recibirán (en inglés o español), en la web festivaldepoesiadelahabana.com hasta el 21 de abril de 2024. Los videos serán de 10 minutos de duración para las lecturas de poesía y de 20 minutos para las intervenciones en los foros de reflexión.
Los amantes de la poesía podrán seguir las sesiones del festival en tiempo real a través de la página de Facebook cubapoesiafestival, por el canal de YouTube del Mitin Poético Virtual, la cadena streaming Cuba del Ministerio de Cultura de Cuba y la web CubaPoesía, el canal de Telegram y los perfiles en Instagram y Twitter.
El Comité Organizador estará compuesto por Nancy Morejón, Waldo Leyva, Alex Pausides, Virgilio López Lemus, Karel Leyva Ferrer, Ricardo Alberto Pérez, Pierre Bernet, María de los Ángeles Polo, Alexander Besu, Lis Monsibaez, Julio César Sánchez, Yolanda Moreno.
El Centro Cultural Cuba Poesía y Colección Sur Editores, con el auspicio del Fondo Helvético para la Poesía, en ocasión del XXX Festival Internacional de Poesía de La Habana convocan al Premio Extraordinario CUBAPOESÍA, según las siguientes BASES:
1–Podrán concursar poetas cubanos residentes en el territorio nacional. 2–Las obras concursantes serán de tema libre. 3–Se concursará con poemarios absolutamente inéditos de no más de 30 cuartillas, presentados en un ejemplar único, en letra New Roman, 12 puntos, y con una certificación de que la obra no esté comprometida en proceso editorial alguno. 4–Las obras concursantes, identificadas con seudónimo, podrán enviarse o entregarse personalmente en la sede del Centro Cultural Cuba Poesía, en Calle 11y 4, El Vedado, La Habana, Cuba. 5–Se otorgará un premio único e indivisible. 6–Un jurado que integrarán tres destacados poetas cubanos, se encargará de juzgar las obras. Su fallo será inapelable. 7– El plazo de admisión cerrará el 21 de marzo en 2024, Día Mundial de la Poesía. 8–La premiación se efectuará en el Festival Internacional de Poesía de La Habana en mayo de 2024. 9–El Premio consistirá en la publicación de la obra en Colección Sur Editores, diploma acreditativo y un premio en metálico de 1000.00 USD 10–No se devolverán originales. 12–El envío de obras al certamen indicará la aceptación tácita de estas bases.
De acuerdo con la imaginación de Umberto Eco, en una abadía benedictina del siglo XIV se encontraba un ejemplar del Libro, o Tratado de la risa, de Aristóteles, cuya lectura fue severamente prohibida. La tentación de algunos monjes por violar las reglas, instigados por el deseo irrefrenable de saber, los conduce a la muerte. La trama que Eco despliega en El nombre de la rosa, en la que alterna el rigor de la investigación histórica con astutas licencias literarias, adquiere su peso específico al adentrarnos en el temor que la risa ha provocado por siempre en el juicio autoritario. La naturaleza conservadora del poder no reconoce límites y acudir al crimen, para sus defensores, no puede ser una limitación.
La novela se desplaza a través de diferentes recursos, entre los cuales el humor ocupa un sitio relevante, con elementos como la parodia, la ironía, los guiños anacrónicos, insertos en una estructura literaria de tipo policial a la que el autor alude claramente e incluso la parodia a voluntad. Su humor, referencial y culto, actúa como estrategia ante la autoridad del canon literario que predomina en la segunda mitad del siglo XX. De la esmerada y rigurosa indagación histórica, clave en las bases de la narración, debe llegar al discurso que describe la cadena de acciones de una trama específica. En una frase: del ensayo al romance.
Ese uso del humor de Eco, aunque importante y válido, no se superpone al canon literario ni, mucho menos, al histórico. Los malabares que hace con el manuscrito aludido –que no soportarían un análisis crítico lógico de los que el propio autor hizo gala– dan fe de cierta preocupación –acaso de trasfondo inconfesado– por no ser tomado en cuenta como novelista. A la ironía confía el pacto entre lectores y críticos. No es nuevo el método y en la mayoría de los casos, que seguramente Eco conocía, los autores no fueron tomados muy en serio por la tradición del saber. De ahí que la apuesta implicara un alto riesgo y que, tal vez por eso mismo, el autor diera al humor esa importancia.
La autoridad dogmática del conocimiento es implacable con quienes la cuestionan desde estatutos bien fundamentados. La nulidad y discriminación se reservan para el pueblo llano, pero en los ámbitos cultos se imponen la condena y el total rechazo. Quedar fuera del juicio que el canon civilizatorio define como bueno, equivale a quedar fuera de la categoría de ciudadano en la antigua Grecia. Pienso, por ejemplo, en Robert Graves, quien sufrió el menosprecio académico al atreverse a sostener su teoría de que existió un matriarcado previo al patriarcado. Bajo un aparente interés en validar la autenticidad del manuscrito leído, y oportunamente perdido, Eco media sobre el lector como una autoridad, al modo de aquella misma que la risa desbanca con un simple gesto. No es una concesión, sino una estrategia de comunicación –necesaria y feliz– que le permite transitar por la autopista del canon literario de modo subversivo.
La subversión que el gesto de la risa implica se halla en la base del mismo estatuto semiótico que la provoca. Para que brote deberá producirse una ruptura subversiva del código significante, lo que plantea, desde su misma formación epistemológica, un desafío a la autoridad de los sentidos. Como estudioso profundo de la Semiótica, Umberto Eco reconocía la fuerza expresiva de este método. De ahí la connotación irónico-poética que propone la frase de uno de los personajes de El nombre de la rosa al asegurar que el libro de Aristóteles tiene la fuerza, o el poder, de mil escorpiones. El enigma que la trama revela –planteada a la manera del Doyle creador de Sherlock Holmes–, mostrará un libro intencionalmente envenenado por un monje enemigo de la risa. Que esta persona en sí aluda a Jorge Luis Borges –Jorge de Burgos es su nombre y se trata de un monje viejo, culto y ciego – da fe de hasta qué punto el humor está en el centro de la apuesta de Eco. Un humor culto y borgeano, por supuesto, que busca desafiar los poderes del canon literario sin dejar de aceptarlo, o continuarlo.
En el momento en que William de Baskerville y Jorge de Burgos se conocen, en la Abadía, quedará planteada la polémica acerca del valor de la risa. A de Burgos, quien no será reconocido hasta el final como el asesino, el narrador lo describe de este modo, imposible de verlo aislado a la imagen de Borges de los últimos años: «un monje encorvado por el peso de los años, blanco como la nieve; no me refiero sólo al pelo sino también al rostro, y a las pupilas. Comprendí que era ciego. Aunque el cuerpo se encogía ya por el peso de la edad, la voz seguía siendo majestuosa, y los brazos y manos poderosos. Clavaba los ojos en nosotros como si nos estuviese viendo, y siempre, también en los días que siguieron, lo vi moverse y hablar como si aún poseyese el don de la vista. Pero el tono de la voz, en cambio, era el de alguien que sólo estuviese dotado del don de la profecía».[1]
Este monje, la segunda persona de más edad del monasterio, en ocasiones funge como confesor de varios monjes y es un acérrimo enemigo de la risa –motivo del crimen para el policial– lo que argumenta con el siguiente parlamento: «si el monje debe abstenerse de los buenos discursos por el voto de silencio, con mayor razón debe sustraerse a los malos discursos. Y así como existen malos discursos existen malas imágenes. Y son las que mienten acerca de la forma de la creación y muestran el mundo al revés de lo que debe ser, de lo que siempre ha sido y de lo que seguirá siendo por los siglos de los siglos hasta el fin de los tiempos».
Mostrar el mundo al revés, lo que equivale a provocar la risa, merece la más dura condena para él, aunque William de Baskerville intente contraargumentar hablándole de la finalidad edificante que persiguen las imágenes marginales que provocan la risa. La discusión erudita irá de un punto a otro en ese mismo pasaje, y se hará clave al final de la novela (en la página 682 de la edición citada), cuando por fin Eco se atreve a darnos un pasaje del valioso libro de Aristóteles que nos remite a su propio arsenal investigativo. Me lo imagino sonriendo, como el personaje que describe el narrador mientras parodia el Tratado aristotélico con sus propias palabras, supuestamente traducidas con dificultad, tratando de encontrar las más justas.
Después de esta novela el autor jamás conseguiría una eficacia comunicativa semejante, aunque en todas sus propuestas narrativas posteriores abunden las bromas e ironías de tipo culto y se permita sus chistes a costa de la historia del arte y la literatura. Su exquisito sentido del humor da fe de que es posible acercarse a través de la risa a los más sublimes ejemplos que ha dado la cultura. Más que válido, es fundacional este despegue de Eco en el ámbito de eso que él mismo llamara los bosques narrativos.
Como la mayoría de los filósofos que dedicaron un aparte de su obra al tema de la risa, Slavoj Žižek interpreta el sentido del chiste y su eficacia cómica hallando en los ejemplos evidencias que confirman sus propios preceptos filosóficos, la mayoría de los cuales son, para este caso, aquellos mismos principios de Lacan. El ejercicio de interpretación que desarrolla en Los chistes de Žižek (Mis chistes. Mi filosofía, según la edición en español, Žižek’s Jokes, 2014. Traducción: Damià Alou), reitera este procedimiento dejándonos un juicio acerca de lo que ha sido un chiste y, visto a posteriori, por qué resulta cómico, aunque sin decirnos en verdad cómo ha llegado a esa comicidad, incluso para él mismo. La motivación de la risa llega, según su perspectiva, a partir de un código amplio de valoraciones de tipo ideológico, religioso o cultural. Las bases de la comicidad dependerían, por tanto, de esa concepción del mundo que lleva a interpretar la situación humorística desde lo que Bergson llamara una mirada superior. Una mirada superior, y a posteriori.
Me pregunto, sin embargo, cuántas personas que piensan que es moralmente inconcebible que la Alemania nazi invadiera Polonia reirían con el chiste del personaje que encarna Woody Allen en uno de sus filmes y declara: «No me gusta escuchar a Wagner porque me dan ganas de invadir Polonia». Para reír, en este caso, podrías incluso simpatizar con el nazismo y hasta tener ganas ciertas de invadir Polonia. Y puede gustarte o no la obra de Wagner; y hasta desconocerla. La codificación que lleva al resultado humorístico se halla en otra parte del inconsciente y depende básicamente del papel que, según la mayoría de los historiadores, jugó la música wagneriana en el espíritu fascista alemán. Es decir, en los patrones de juicio que la autoridad del saber ha establecido como general, y lógica. Son esas las bases del código que va a quebrarse en el momento en que este chiste de Allen aparece. No reiría, en cambio, aquel que desconozca este «detalle».
De acuerdo con la norma epistemológica de Žižek, la ecuación se resolvería argumentando que, al escuchar la música de Wagner, te conviertes en fascista irremediablemente. El chiste de Allen nos dice lo contrario y, como corresponde al humor, somete a burla ese precepto. Y lo consigue a través de la ironía, esa figura de la expresión que connota al antónimo cuando denota al sinónimo.
Uno de los chistes antisoviéticos que Žižek nos relata presenta a un secretario del Partido aleccionado a un miembro de su organización, quien desconoce los contenidos básicos que se discuten en las reuniones del núcleo. De acuerdo con la perspectiva del filósofo, estar pendiente del trabajo ideológico lleva inevitablemente a ser cornudo sin tener idea de que lo sea. El funcionario pasa a ser una versión limitada de Tartufo, el personaje de Molière. Subyace, pues, un interés ideológico en esa ideológica explicación de lo cómico.
El mismo chiste se puede aplicar fuera de ese contexto (de hecho, es una adaptación de la fábula del sabio y el barquero) y sería eficiente en cualquier otro contexto, siempre, eso sí, que la respuesta del primer interpelado que revela como cornudo –o ignorante– a quien lo increpa, venga de alguien que de repente reacciona ingeniosamente contra la autoridad que se ha ejercido sobre él. Al reordenar los términos del enunciado asertivo que ejerce la autoridad del saber, la simultaneidad significante revela un reverso oculto, inesperado –y susceptible de confirmación–, de esa misma lógica, para cambiar la autoridad de la sabiduría impuesta hasta el momento.
Sea el Secretario del Partido, un filósofo, un sabio, o un apoderado cualquiera, el chiste se construye a partir de que la inversión lógica de los axiomas puestos en discurso –desde la autoridad hacia el interpelado y de este hacia la autoridad–, lleva a significados múltiples que simultáneamente revelan lo que estaba oculto. Y ello con el resultado ingenioso a favor del que reacciona contra la autoridad, siempre bajo una norma anafórica de construcción del diálogo, recurso que pertenece más al ámbito de la seducción comunicacional que al estatuto de lo cómico.
Cuando una autoridad se ofende, o se incomoda, y reacciona negativamente ante un chiste, o un acto de parodia que lo implica y lo caricaturiza, revela, en efecto, sus sentimientos reales de superioridad por sobre aquel que emite el enunciado cómico. Su estatuto superior se condiciona a partir del sentimiento del yo, que funciona centrípetamente, es decir, desde la sensibilidad personal como modelo ejemplar de la sensibilidad universal. Esto coloca al fenómeno también del lado de la recepción, y no solo de la enunciación. El receptor sintetiza el sentido mucho más que el emisor puesto que en él, y solo en él, se ha dado el simultáneo golpe de significados que llevan a la risa. Una vez que el emisor ha comprendido el chiste, necesita elaborarlo, someterlo a un proceso de estructuración que sincronice su objetivo con el enunciado mismo. Y el receptor recibe de ello el resultado. Al contrario que Eco, quien subvierte el cano de la autoridad literaria con los recursos del propio canon, Žižek impone un estamento ideológico para conseguir la risa. Sus chistes dependen de una concertación ideológica concreta y perderían comicidad si se enunciaran fuera de ese acuerdo. Y se equipara así a la propia autoridad que minimiza, y de la cual se burla.
[1] Umberto Eco: El nombre de la rosa, Editorial Arte y Literatura, 1989, pp. 113-114.
Poetas, poemas, poesía & Poesía rimada[1], de Domingo Alfonso, es un libro de libros y de géneros. Unos se muestran más intencionados, como la crítica literaria y la poesía, otros en calidad de acompañantes infiltrados, como el testimonio, el periodismo, el análisis crítico académico y el relato. Sobre todo, y en una constante que domina el contexto de sus páginas, va encadenando reflexiones –agudas, severas, personales– acerca de la poesía. Como la mayoría de la obra de este autor, la rareza lo marca; como si vivir al margen de la tendencia fuera su propio estado natural. A veces, diálogos y referencias nos dicen que el aparte de su obra no es por completo un aparte de la vida que incide en la literatura, sobre todo en el ámbito que establece cánones y modos de enjuiciar.
En este libro cruzamos además un devenir del tiempo y sus tendencias. Una perenne referencia a ese aparato ideológico que enjuicia la poesía, ya sea forzándola a través de la inmediata circunstancia, ya construyéndole un trono plenipotenciario.
En la primera parte, que llama «Libro I.Poetas, poemas, poesía», Domingo Alfonso aprovecha el tono y la manera del ensayo crítico para reseñar valores fundamentales de la obra de los poetas antologados en Cuba como la Generación de los años 50. Sus juicios, concebidos un tanto al modo enciclopédico, se tornan oportunos justo después de que la oralidad de los sujetos implicados ha dejado el centro del debate a otras generaciones. En algunos casos es compacto y preciso, en otros, se extiende en argumentaciones y, como no podía faltar en un modo tan personal de ejercer el criterio, crea su propia elección antológica, argumentando con la relación de valores que otorgan legitimidad a su parecer y son, al mismo tiempo, combustible para polémicas futuras. A mi juicio, es esa conciencia de presente la que valida el don poético y el por qué no renunciamos –a pesar de los hostiles cambios de la vida– a seguir escribiendo –y leyendo– poesía.
El colofón de este ciclo enciclopédico de la Generación de los años 50 viene en un acto de honestidad confesional. Son siete notas que reverencian el profundo bagaje cultural de ese poeta que opina y clasifica. También en apretadas líneas revela el trasfondo de juicio que el antologador y crítico ha empleado en el trabajo anterior y, obviamente, mucho además de lo que seguirá perviviendo en las páginas siguientes.
El tema del hermetismo y la claridad en la poesía, como una confrontación histórica desde la lírica española, sin soluciones en sí misma, ocupa tanto las páginas de cierre de esta parte como las siguientes, hasta llegar a la que nombra «Última página», que es en realidad la penúltima del Libro I, donde da fe de los valores que ha perseguido en su propia poesía. Al escoger este modo de decir, y de evaluar, vamos aprehendiendo la sensación de que el poeta necesita explicarse, como si sobre sus hombros literarios hubiera pesado una constante acusación. Y no me extraña, pues su obra poética ha corrido siempre el riesgo de la singularidad y ha apostado por hallar el verdadero peso específico de lo que concebimos ligero por presentarse cotidiano. La carga no es explícita, pero un lector avezado puede percibirla.
Una especie de guía de nombres de poetas de los últimos diez años concluye las páginas de este personal y raro ensayo. Esta guía dialoga, aunque solo sea a partir de la enumeración, con el recorrido inicial a través de la Generación de los años 50. La acumulación de nombres, cuya fuente esencial es ese monumental proyecto que es la revista Amnios, da fe de un cambio radical de crecimiento, de una era distinta que escapa al panorama que había servido para hacer la Historia de la literatura. Como en sus propios poemas, Alfonso revela sus cartas credenciales directo y sin adjetivación, concentrando las pistas para que el posible historiador comprenda qué vasto es el trabajo que le espera.
En «Libro II. Días que pasaron», Domingo Alfonso acude a la memoria autobiográfica para narrar los sucesos importantes de su infancia, de su formación del gusto por la obra ajena y la conformación de la propia, siempre a pasos que buscan un horizonte que se alarga. El apunte testimonial lleva a la par el peso de la imagen poética, la materia prima que la realidad aporta a la poesía, riesgo que el autor corre en defensa de su obra, plagada de vicisitudes extraliterarias. La humildad del poeta revela, antes que ocultar, la búsqueda de la trascendencia. También es claro y directo y singular en este punto.
«Libro III. Artículos y relatos» contiene primero cuatro ejercicios de crítica literaria y cierra con dos relatos sorprendentes que son, en el contexto del libro, un guiño a la sección anterior. Su memoria del pueblo natal se inicia, justamente, con un poema al matadero de Jovellanos, en Matanzas. No es de antigua data, sino de 2004. Ello le permite cerrar con sentencias bien audaces que logran traspasar el lamento de la ancianidad, aunque, como lo dice el poema en su verso último, «el líquido que me humedece es el pasado».
El verdadero cierre del libro se da con un cuaderno de poemas que en 2012 publicara Ediciones Matanzas en una edición de cien ejemplares numerados. Así, «Libro IV. Poesía rimada» da a conocer a mayor número de lectores cuarenta poemas de Domingo Alfonso escritos entre 1956 y 1998. Hallamos en ellos la plena capacidad de ironía del autor, su don de reflexión y su siempre inquietante visión de lo poético. Para más añadidos, hay diferencias entre las ediciones, que él mismo achaca a su «defecto de la “revisión infinita”».
Un libro raro y poderoso. Libro de libros, como escribí al inicio, no solo por los que contiene en sí mismo, sino por otros tantos que cita y acumula. La predicción de este tiempo de la edad avanzada puede encontrarse, como un ejemplo singular de tantos, insisto, en un soneto de 1959 titulado «Mañana» que bien serviría para cerrar esta reseña:
Alguna vez mi verso carente de mensaje
repetirá las cosas que supieron decir
antaño los poetas, con hermoso lenguaje;
y a todos querré hablarles, y nadie querrá oír.
Seré para las gentes como el bello paisaje
que visto un año y otro se llega a maldecir,
o como aquel viajero que regresó de un viaje
e idéntico relato, se obstina en repetir.
Los jóvenes poetas me verán con la pena
que aspiran las actrices muy viejas en escena;
y anhelaré la palma, y esperaré la flor,
Y vendrá la ceniza de todos los desdenes
a recubrir de nieve el luto de mis sienes,
y el hastío, el cansancio y el eterno dolor.
[1] Domingo Alfonso: Poetas, poemas, poesía & Poesía rimada, Letras cubanas, La Habana, 2015, ISBN: 978-959-10-2052-9, 260 pp.
El apoyo estatal a la comedia griega llegaría medio siglo después –486 a. C.– de que lo recibiera la tragedia, fecha en que se le hizo entrar al Festival de las Grandes Dionisias. No quiere esto decir que durante todo ese lapso de tiempo el disfrute de lo cómico fuera ajeno al ciudadano ateniense, pues estaba presente en sus rituales mágicos, en los cuales se descargaban las burlas y las sátiras sobre el carácter tópico del pharmakós. El personaje que encarnaba al pharmakós era portador de cada una de las culpas que –desde la perspectiva del poder de la polis– podían poner en peligro a la estabilidad comunitaria; por ello mismo, deberá ser expulsado, o desaparecido. Este actúa, sin embargo, como el simpático ante el espectador, pues divide su conciencia entre la norma ciudadana, que es imprescindible para ser parte de esa ciudadanía, y el deseo íntimo de reír en libertad. A través de esa risa el individuo interpreta, de modo subjetivo, las limitaciones de esas normas que rigen su vida autoritariamente.
De esa tradición ritual se nutre la comedia que va a ser puesta en escena oficialmente, es decir, ya admitida por la autoridad que reconoce las normas del buen gusto, aunque esta siga siendo considerada como de menor rango. Que hayan transcurrido cincuenta años entre la inclusión de la tragedia y la comedia en el entorno oficial de la fiesta revela hasta qué punto las estrategias de lo cómico han conseguido arraigarse en los ámbitos generales de recepción de la ciudadanía griega y con qué fuerza la hipocresía autoritaria ha resistido a su embate. Al ser un elemento importante en prácticas comunes no oficiales que compartían tanto la ciudadanía –que eran las personas de cierto rango de la Polis– como por los habitantes de las clases bajas, de culturas «bárbaras», la parodia cómica se arraiga y se resiste a la preterización a la que la autoridad la ha destinado. Tanto que medio siglo después adquirirá carta de ciudadanía.
Además de los rituales sagrados, otros representativos de diversos poderes autoritarios en la sociedad, dejaban a su paso su parodia cómica, burlesca durante la Edad Media europea. De conjunto con las actitudes de intolerancia y rechazo, típicas de la personalidad autoritaria, convivían prácticas de utilización de ese tipo de manifestación para equilibrar el control social que parodiaban. Acudir a la variante humorística constituía una norma arraigada en la conducta popular, seudo canónica, y propiciaba que las autoridades usaran su efectividad para buscar apoyo en su ejercicio de dominio ciudadano. Poco ha cambiado la humanidad en ese aspecto. Hasta los días de hoy, incluso las más sublimes prácticas tienen su espontánea parodia, desde el rito religioso o el garante de la democracia, hasta las normas familiares íntimas. La mayoría de esos ritos paródicos resultan muy efímeros, enunciados de tanta inmediatez, que al año siguiente ya son incomprensibles.
Desde la pantalla insaciable de la televisión se emite un producto que dura apenas el tiempo de emisión y deja solo la idea de que es posible hacerlo de ese modo, aunque ese modo desperdicie las fórmulas y sature muy pronto al receptor ideal. No obstante, cuando el pensamiento humorístico rebasa la espontaneidad superficial, el resultado cómico de la propuesta conduce a importantes reflexiones en el enjuiciamiento social. Así parece interpretarlo el film de 1998 The Truman show, magníficamente protagonizado por Jim Carrey y mejor dirigido por Peter Weir, o continuando hasta el último instante de esa misma línea, los incansables productores de memes espontáneos en las redes sociales de la interconexión global. De entre la infinidad de carteles que se lanzan al vertedero infinito de la escena virtual, es posible entresacar ejemplos de valor que dan fe de cuán viva continúa la relación entre el discurso canónico y su alternativa paródica. A unos y otros volveremos, deteniéndonos allí donde lo cómico intentó rasgar los muros aparentemente infranqueables de la autoridad.
En su profuso estudio La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento: el contexto de François Rabelais, (Madrid, 1998), Mijaíl Bajtín señala que «la risa, en la Edad Media, permaneció fuera de todos los ámbitos ideológicos oficiales y fuera de todas las estrictas formas oficiales de establecer relaciones sociales. La risa fue eliminada del culto religioso, de las ceremonias feudales y estatales, de la etiqueta y de todos los géneros de pensamiento elevado». Igualmente, hay muchos mitos primigenios que condenan a la persona riente, sobre todo si ríe a costa de la autoridad comunitaria que rige el curso de su vida.
Sé que muy pocos académicos –o ninguno acaso– me tomarían en serio si confieso que buena parte de los razonamientos teóricos que fundamentan mis indagaciones acerca de la risa han tenido en un chiste su punto de partida y, lo más importante, sus claves de sentido. Acaso no les falte razón al desconfiar y soltar a galope sus apocalípticos jinetes, porque la relación entre lo cómico y el juicio posterior que provoca no es un acto inmanente ni, tampoco, un resultado cuyo rigor se da por ecuaciones. La risa es un fenómeno complejo que merece respeto y atención. Esa expresión definitiva y compacta que define al chiste conduce a un ámbito más amplio en la comprensión de los entornos que rigen el curso de la sociedad.
Ha sido norma en los estudios académicos distanciarse del acto de significación y trasladarse, o atrincherarse, en aquello que considera un escaño superior para el análisis científico. Tal vez sin intenciones discriminatorias, Roman Jackobson extendió una patente de corso al proclamar como superior al pensamiento analítico, sin incluir en él los modos populares de la interpretación. De ahí que el humor asuma la tangente y se distancie, por su parte, de ese tipo de ecuaciones. Sin embargo, no hay análisis de la estructura organizacional de la Edad Media como el que hace el equipo de Monty Python en varias de las escenas de Monty Python and the Holy Grial (1975) (en español: En busca del Santo Grial) o el propio Terry Gillian en Jabberwocky (1977) (en español: La Bestia del Reino), como tampoco hay tratado acerca de la burocracia moderna que supere la capacidad de síntesis expresiva –y analítica– que hallamos en la película La muerte de un burócrata, del cubano Tomás Gutiérrez Alea. Al comparar las secuencias, hallamos coincidencias que no surgen, precisamente, de que el arte imite al arte –una falacia más del canon–, sino de que el humor interpreta los modos de comportamiento de la autoridad y perfila su propio análisis paródico. Síntesis y precisión incontestable asisten al humor en su estrategia de confrontación de los poderes, lo que tal vez explique el estigma constante que pesa sobre su modo de expresión.
No es necesario insistir en que tradicionalmente lo cómico ha quedado por debajo de lo trágico; o quizás sí, y no solo es necesario, sino que urge además plantar cara y batalla a tendencias que se han atrincherado en sus preceptos dogmáticos. Siempre que mi sentido del humor me lo permita, lo haré con esas armas, o estrategias, de modo que la deconstrucción no se convierta en víctima del pecado que busca rechazar.
Para Bajtín: «Las imágenes de Rabelais se distinguen por una especie de “carácter no oficial”, indestructible y categórico, de tal modo que no hay dogmatismo, autoridad ni formalidad unilateral que pueda armonizar con las imágenes rabelesianas, decididamente hostiles a toda perfección definitiva, a toda estabilidad, a toda formalidad limitada, a toda operación y decisión circunscritas al dominio del pensamiento y la concepción del mundo». Ese acto de desafío rabelaseano conlleva, según el propio autor, a que apenas consiga admiradores y seguidores aislados en medio del panorama civilizatorio de la Europa burguesa, en la que la reconstitución del orden ciudadano se erige como norma. No es de extrañar si comprendemos que la meta se enfoca en la organización de la sociedad a través de la necesidad del trabajo, donde confluye casi la totalidad de los mecanismos de control. Justo ese modo humorístico de confrontación y desconocimiento del canon literario condena a Rabelais al escaño discriminatorio –que Bajtín llama «especial olvido»–, tal y como lo han sufrido anteriormente quienes se atrevieron a utilizar la risa como sistema de evaluación de la conducta, tanto en el mito de las culturas originarias como en el llamado Viejo Testamento hebreo.
De un modo análogo a la ruptura brutal rabelaseana, encontramos la continuidad de escenas en esas hilarantes películas de los hermanos Marx, donde la subversión del canon referente se acumula para lograr el elemento cómico. Sabemos, sin embargo, que su filmografía necesitó adaptarse al canon cinematográfico para expandir su despampanante comicidad e irreverencia, lo que definió modos de creación argumental que aún están vigentes y son quebrados solo en excepciones. Fue necesario incluir un argumento que “organizara” la intriga y, ya con un modelo estructural codificado, la llevara de una circunstancia a otra para canalizar las desafiantes humoradas. Paradójicamente, funcionó la estrategia de control argumental en contra del propio control argumental: millones de personas accedieron a un humor desafiante, destructor de la propia autoridad que lo sustenta. De no haber aceptado ese paquete de normas, sus actuaciones habrían quedado en un ámbito inmediato. Irreverentes como Groucho hay pocos, ciertamente.
El desafío a la autoridad del canon actúa como elemento de ruptura del significante y propone su quiebra a toda costa. Podemos verlo además en el cine de los hermanos Cohen, Zuker, Abrahams, Mel Brooks, o Woody Allen, por ejemplo. Y, con similitudes y diferencias respecto a lo que ocurriera con la filmografía de Groucho Marx, en el curso evolutivo del arte cinematográfico de Chaplin, paradigma de confrontación al gesto autoritario. Y también en el teatro de Mrozek y otros cultores de lo absurdo. Esa constante es, para todos, un llamado pospuesto, injustamente pospuesto.
Tal vez la escena más emblemática del desafío del humor ante el ejercicio del poder absoluto sea el magistral momento de la película El Gran dictador (1940), en que el personaje de Hynkel, interpretado por Chaplin, juega animadamente con la esfera terráquea. Esta escena aparece como la culminación estética de un curso ético presente a lo largo de su obra. Bajo sus cimientos hay un largo proceso de experimentación y búsqueda que permite esa síntesis genial. Sus cortos iniciales de cine mudo muestran constantes desafíos a la autoridad, desde los policías, que encarnan con frecuencia la nomenclatura simbólica del poder, hasta propietarios de comercios. Como maestro de la complicidad, sabía ganar la simpatía del espectador por esa vía.
Sin embargo, la simpatía que sus personajes producen no descansa en azares o casualidades ni simpatizamos con él sin condiciones solo porque desafíe el poder y le dedique un sinnúmero de chanzas en sus gags; la simpatía proviene del modo magistral, elaborado con profundidad, que emplea para dotar de sentido el entramado de las estructuras de lo cómico. De haberse limitado al criterio bergsoniano de llegar a la risa mediante el desacato del poder, habría logrado una comicidad efímera, como ha ocurrido con la mayoría de los filmes que en ese periodo de cine silente convocaban a la carcajada y hoy apenas nos sacan una leve sonrisa de condescendencia. Es un fenómeno que cotidianamente se reedita, como si de nada valieran las lecciones que genios como Chaplin nos legaran. Determinado cómico se burla de determinado ente de fama y reconocimiento social, incluso con carácter viral en redes sociales, y debe renunciar al chiste en un tiempo tan breve, que a veces no pasa del siguiente día. Eso, porque ha acudido solo a la envoltura, o a la superficial apariencia del humor.
La capacidad de lo cómico en la obra de ese que Armando Calderón llamara «el genial cómico de todos los tiempos», pasa por una profunda indagación del arte. No solo el arte de la representación, que es esencial, sino además el arte en tanto vía de interpretación del mundo o, lo que sería lo mismo, la piedra filosofal que han deseado los filósofos todos.
En su Autobiografía, Chaplin revela cómo llegó a la conclusión de que necesitaba a ese niño, hijo de un actor a quien había visto sin demasiado entusiasmo ni empatía, para concebir su película The Kid. (En español: El chicuelo). El chico, interpretado por Jackie Coogan, se dedica a romper cristales para que el Vagabundo, interpretado por Chaplin, consiga empleo al reponerlos. Los espectadores no lo vemos como un acto vandálico, aunque tengamos propiedades con ventanas acristaladas, sino como una astucia válida, de desafío, al ser puesta en juego por dos representantes de los sectores más desfavorecidos de la sociedad. El entorno en que viven actúa sobre el espectador como una especie de peso de conciencia, sacando del drama elementos de codificación fundamentales para la posterior comicidad. Esto se conjuga con recursos histriónicos propios del actor, como nadie entrenado en el arte de aprehender lo cómico.
Brillante e inolvidablemente simpático es el pasaje en que el chico, enfrascado en cumplir con su misión, descubre de repente que está siendo observado por un policía. A ello alude el genial director en su Autobiografía. La primera reacción del personaje consiste en enmascarar su acción, disimulando delante del espectador, más que del policía mismo, al modo en que lo ha hecho el Vagabundo de Chaplin tantas veces. Difícil era conseguirlo de modo natural para una criatura de la edad del chico, sin formación profesional, aunque con cierto entrenamiento, ya que solía presentarse con su padre, del mismo nombre, en espectáculos públicos.
El pequeño Coogan debía mostrar, en una difícil secuencia de doble trasfondo, que fingía estar jugando con la piedra como si fuese una pelota. Algo que pide jornadas prolongadas de la preparación del actor, de acuerdo con Stanislavski. Tal actitud está lejos del entorno de su edad y, por eso mismo, llevará a la risa, más poderosa en tanto la autoridad que observa se halla uniformada. De fondo, subyace además una fórmula doméstica a través de la cual la familia se divierte con frases que el niño repite con total inocencia, ajeno a su verdadero sentido, que los adultos comparten en complicidad.
Así, la escena del chicuelo sorprendido por el policía acumula elementos para su desenlace, llevando a la par la simpática conducta del pequeño tramposo con la expectativa dramática de la situación. La escapada sin aparentes consecuencias del chico, que echará a correr sin que el policía le conceda importancia, concluirá a la postre con una carrera repentina, tributo y parte de la socorrida tradición de persecuciones que legó el cine mudo. Nótese que el estado definitivo de comicidad que esta persecución provocará, ha venido anunciándose con ademanes anteriores, premeditados por Chaplin para ser colocados en el ámbito de la percepción subliminal. De ahí que al producirse, hoy como antes, lleve a risa. La oposición emblemática que la escena plantea busca seducir a través del enfrentamiento de un niño, que representa simbólicamente la inocencia, aunque en verdad es un astuto timador, a la autoridad ciudadana de máxima representación, la policía, que quedará definitivamente burlada, aunque su papel sea justo el que la sociedad precisa.
Si nos atenemos a los más generalizados criterios acerca de la risa, podríamos pensar, erróneamente, que en el arte de Chaplin la simpatía por lo cómico actúa como una manifestación de anomia ante la sociedad, dado que apoya al personaje que rompe con sus necesarias normas. No es, ni puede ser, socialmente recomendable lo que el Vagabundo y su compinche hacen; aun así nos seducen y deseamos con todas las fuerzas que no sean atrapados. Por tanto, la autoridad en la que Chaplin se enfoca se encuentra más allá del propio personaje que la representa metonímicamente, mostrando apenas una parte del todo, que es el sistema social gracias al cual el desclasado se convierte, injustamente, en lo que a simple vista vemos. Todo en un plano sutil que en los recursos inherentes al arte cifrará sus códigos.
El Vagabundo de Chaplin quiebra a su paso toda norma, desde el orden familiar hasta la autoridad por antonomasia, preferiblemente representada por las altas clases sociales, o incluso por uniformados de menos rango social que, no obstante, prestan servicio fiel a esa autoridad mayor. Al ser un personaje desclasado, fuera del canon civilizatorio, podría acceder a esos desvíos de la conducta ciudadana, propios de su rango. Esa es la vana ilusión que le permite sortear las posibles objeciones de espectadores que, en tanto se divierten con sus peripecias, condenarían severamente su conducta en vida real. Justo por esas circunstancias, su creador ha administrado muy bien sus elementos, sazonando con aparente ligereza las secuencias. Gestos y objetos son tan importantes como el argumento. Tampoco es baldío que en las didascalias que orientan al espectador del cine mudo, se anuncie que habrá risas, y alguna que otra lágrima. La circunstancia dramática, en esta como en la mayoría de sus películas, es esencial para la comicidad consecutiva y perdurable, capaz de hacernos reír como si fuese acabada de crear, o como si no la hubiéramos visto infinidad de veces.
¿No es sintomático, entonces, que esa escena de Hynkel con la esfera terráquea, aún nos cauce risa, como si no mediaran décadas de Historia de la humanidad?
También en su Autobiografía, Chaplin define hasta qué punto cada detalle es importante para la credibilidad que el código propone en busca de la risa: «el vestuario de Paulette en Tiempos modernos exigió tanta inteligencia y finura como una creación de Dior. Si el atuendo de una gamine se trata sin cuidado, los remiendos resultan teatrales y poco convincentes. Al vestir a una actriz como una golfilla callejera o como una florista intentaba crear un efecto poético sin menoscabar su personalidad».
Curioso que un panorama tan insólito como el que protagoniza todo el tiempo le parezca ajeno a la teatralidad y convincente respecto al comportamiento en sociedad. Sin embargo, el desacato irrefrenable que muestra el Vagabundo, quien golpea traseros a diestra y siniestra, entre otras varias irreverentes «travesuras», va acompañado, siempre, de cortesía ciudadana y comprensión de la justicia. El gesto cortés, que es contrastado con burla de inmediato, trasciende lo paródico y significa —da sentido significante— el contraste entre la autoridad social y el individuo desclasado, quien acude a la única posibilidad de ejercer el poder de que dispone: la risa.
Las alocadas peripecias del Vagabundo de Chaplin suelen enfocarse en actos de justicia, la mayoría de las veces desde el anonimato, sacrificando identidad y beneficio por un acto noble. Así, lo cómico y el bien actúan como aliados, no solo desafiando el prejuicio que la civilización ha insistido en mantener, sino demostrando cuánta comicidad puede devenir de esa alianza si con buen arte se hace.
Estamos ante una novela compleja, filosófica, intelectual, cotidiana, febril, irreverente
Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Con esta enumeración de clasificaciones cierra Claudio Ferrufino-Coqueugniot el prólogo a Los hijos soñolientos del abismo,[1] novela de Geovannys Manso Sendán que la editorial Letras Cubana publicara en 2016 luego de que quedara entre las finalistas del Premio Casa de las Américas 2011. Ferrufino-Coqueugniot había integrado el Jurado y defendió la novela hasta el último momento, según revela en ese mismo texto de presentación. Nos deja, en su último párrafo, un listado que es justo para con la novela y que intentaremos seguir al recorrerla en estas líneas.
Complejidad
Los aires de complejidad de Los hijos soñolientos del abismo pueden estar anunciados desde mismo epígrafe, del Libro del desasosiego, de Fernando Pessoa, una obra espléndida que, sin embargo, abunda en referencias y complejidades. De ella toma el título y, quizás, algo de la atmósfera abismal que envuelve al personaje. Pero va a desmarcarse desde el mismo inicio, cuando la referencia nos lleva directo a El extranjero, de Camus, y el personaje enseguida se desmarca de ambos. En su continuidad narrativa, mientras el narrador-personaje reflexiona y describe situaciones, van quedando atrás esas posibles deudas y, si aparecen, serán guiños donde el autor maneja los recursos literarios en función de sus propios objetivos. La relación familiar que envuelve la atmósfera seudo existencialista del personaje abdica de ciertos tópicos que marcaron la tendencia y coloca sobre las tres personas a que se reduce (padre, hermana, exesposa) motivos que intentan poner en jaque su conducta. Manso Sendán tiene el tino de no convertir estas confrontaciones en filosofía, sino en anécdota, en pinceladas que pasan por humor a veces negro y corrosivo, y en otras por una ironía que logra deshacerse de la condescendencia que pende sobre situaciones de tipo literarias como esta.
Filosofía
El filosofar es constante en Los hijos soñolientos del abismo, sobre todo en el ámbito de la creación literaria, y del arte y la cultura en general. Si descontamos la intermitencia de los códigos existencialistas, no hallamos mucho que venga de la Filosofía como disciplina de las Ciencias Sociales, sino, y no completamente, de la Filosofía de Arte y de los aportes que las obras de arte dejan para la reflexión y el entendimiento posterior de la vida, que se mezcla de axiomas en su descripción de sucesos. Pero ni siquiera subyacen asertos desiderativos de grandilocuencia ni, muchos menos, intenciones de moralizar o canonizar el resultado posterior de la persona que emprende la lectura del libro. Por fortuna, este filosofar desconcertante no aparece colgado, o adjunto, al devenir de la trama, sino imbricado, a veces en un grado tan alto que desaparecería el suceso si “podáramos” la complejidad filosófica, algo que hacen bastante los editores de la industria del libro. Hay, en este punto, una ligera relación con el modo narrativo de José Donoso, acaso no muy advertida por el propio autor. ¿O nos da un fake también con ese aparente desconocimiento?
Intelectualidad
Doy por sentado que cuando Ferrufino-Coqueugniot califica de “intelectual” a Los hijos soñolientos del abismo se refiere a que no se desarrolla en reflexiones que bordean más o menos las normas de la gente común, sino que convocan –y evocan– un bagaje alto de referentes culturales, desde la literatura a las artes. No se conforma Manso Sendán con la enumeración, o con la propia evocación, aunque en ciertas ocasiones ocurra, sino que saca conclusiones que atañen tanto a los sucesos que vive el personaje, y a su relación familiar, como a lo que quedaría después en el conocimiento humano. No es pretencioso, sin embargo, este discurrir: va a lo concreto y se regodea en lo nimio, en lo intrascendente que, por paradoja implícita, rige las vidas de quienes le rodean, o le acosan con incansables llamados a la normalidad. Así, la capacidad de reflexión del personaje que narra, preocupado siempre por tener más verrugas en su cuerpo como único sino de su vida, desdice el sumun que la cotidianidad ha ido colocando en el centro de las vidas de hoy, dedicadas a ganar su valor por la cantidad de objetos y bienes que pueden contar en pertenencia. Hay en la trama diversas circunstancias que llaman la atención sobre este aspecto.
Cotidianidad
Cada suceso de Los hijos soñolientos del abismo está aferrado a la vida cotidiana; cada motivo de conversación, o desmotivo de comunicación, pasa por ese fluir de las cosas y las pertenencias, los deberes que la normalidad ciudadana exige y, sobre todo, la ruptura un tanto absurda, con mucho de kafkiana, con el contexto de sus relaciones sociales. La escena de LUNES en que escucha los argumentos de su Jefe es un buen ejemplo, aunque estas abundan y se superponen a lo largo de la descripción de acciones.
Febril
Ser febril se sale un poco de las bases epistemológicas de los calificativos anteriores, pero remite a una virtud esencial de Los hijos soñolientos del abismo: todo fluye, en efecto, como si un estado febril lo dominara. No solo el punto de vista seudo camusiano del personaje que narra, sino además las sucesivas apariciones de los personajes fundamentales de su relación, como decía, padre, exesposa y hermana, y las intervenciones de otros que van de incidentales. Manso Sendán le impone este ámbito de lo febril a todo cuanto narra. Se vale, sobre todo, de la economía de detalles descriptivos y de la precisión en los elementos de diálogo. Y transmite esa sensación febril al ámbito de la recepción, lo que es, como decía, un mérito, aunque también es un riesgo, pues depende de un lector que consiga conectar con sus códigos y dar rienda suelta sus significados. Por mi parte, he preferido no intentar curarme de esa fiebre y he disfrutado el estado en que me hallaba mientras iba leyendo No obstante confieso, ahora que ha pasado un tiempo después de la lectura, que no lo confesé a aquellos activistas de Salud que llegaron a mi puerta a preguntar si había síntomas febriles en mi cuerpo.
Irreverencia
La irreverencia es total, como puede desprenderse de las líneas anteriores, y del propio proceso febril de la lectura, que va sobre oraciones concretas, la mayoría breves y, de no serlo, apuradas por sentencias radicales. Pero esa irreverencia tiene trampas que es posible hallar, justo, en los tres puntos primeros: la complejidad, la filosofía y la intelectualidad. Detrás, y al borde mismo, de las reflexiones y las descripciones que Geovannys acumula a lo largo de su vertiginoso discurrir de oraciones de precisa sintaxis, hay homenaje y reconocimiento a la vasta cultura que lo asiste, a los maestros que su oficio ha ido asimilando. De ahí que me permita agregar a la lista del prólogo un elemento más: la cultura.
La cultura como el don que da sentido a la existencia, incluso a esa existencia sin sentido (seudo existencialista) que marca al personaje que narra. La cultura como el elemento que define el escaso valor de los propósitos ciudadanos que lo cercan y lo aíslan, del mismo modo en que, para dejarlo gráficamente claro, muestra el autor cómo el personaje se va aislando con la división de su vivienda ante el divorcio.
Y por último, el empleo de la primera persona como un recurso de juego con falsos referentes de tipo autobiográfico. Es obvio que no todo lo es y que la invención del autor puso lo suyo, pero la marca descriptiva fuerza a quedar en el engaño, a adentrarse en reflexiones que, para bien de la obra, colocan a sus lectores en posterior diálogo con ella. Así he quedado al leerla e, incluso, largo tiempo después que la dejara “enfriar” en la gaveta, para terminar pergeñando esta reseña crítica.
[1] Manso, Geovannys: Los hijos soñolientos del abismo, Editorial Letras Cubanas, La Habana, 2016, 140 pp., ISBN: 978-959-10-2136-6
Tomando los preceptos básicos y esquemáticos de Freud acerca del chiste, Terry Eagleton asume que reímos precisamente porque adquirimos conciencia de la fuerza de la inhibición en el acto mismo en que la transgredimos. Como podrá apreciarse, no es ajeno a la incidencia de dos estímulos simultáneos en la provocación de la risa, aunque da por sabido que la aceptación de un contenido agresivo, ajeno a la naturaleza propia, nos lleva a aceptar el chiste verbal. Tanto para Freud como para Eagleton, la simultaneidad de los significantes que actúan en el plano de la recepción sucede como una especie de justificación por habernos reído de lo que no debíamos hacerlo. Así, el acto de reír surge asociado con algún cargo de culpa. Por eso su propia justificación va al aserto de Sándor Ferenczi, acerca de que «un individuo completamente virtuoso apenas se reiría, como tampoco lo haría uno completamente malvado. El primero no albergaría sentimientos indignos que reprimir, mientras que el segundo no reconocería la fuerza de la prohibición y, por lo tanto, no sentiría ninguna emoción particular ante el hecho de transgredirla».[1] No deja de existir, en la perspectiva de todos ellos, el entramado diabólico que exacerbaba a Platón en el trasfondo motivacional de lo cómico. Eso que el Eagleton califica como “pequeña insurrección” que se refleja en el acto de lo cómico, surge a partir de que la superioridad del yo cede y se inclina, de ahí que insista en el malévolo carácter del chiste y lo califique, con Freud, como «un bellaco que juega a dos bandas y sirve a dos amos al mismo tiempo».[2]
La risa, para Eagleton, está asociada al acto placentero de mostrarnos «groseros, cínicos, egoístas, obtusos, ofensivos, moralmente perezosos, emocionalmente insensibles y exageradamente autocomplacientes», por lo que liberamos la tensión de habernos manifestado tan correctamente. Lo absurdo y lo surreal resultan cómicos porque liberamos, justamente, el imperio de la lógica y arribamos a un mundo donde “todo es posible”.
Un orden social perdurable, opina Eagleton, no solo soporta las desviaciones de la norma, sino que puede darse el lujo además de fomentar estas desviaciones. De este modo, las “diabólicas” facultades del humor terminarán por ser socialmente benévolas y ejercerán la función clínica del placebo sobre la conciencia colectiva. O sea, que las desviaciones de la norma que el chiste propone, terminan por reforzar el sistema de la autoridad dada su superioridad gracias a la correlación de fuerzas en el entramado del sistema social. Habría que aceptar, no obstante, que la autoridad que se siente segura en sus funciones autoritarias, deja de tener sentimientos afectivos por aquello que es objeto de burla. La tolerancia de la risa por parte de la autoridad no es más que una estrategia astuta, que apuesta al carácter efímero del efecto risible y, sobre todo, descansa en la tradición discriminatoria que sobre lo cómico pesa.
En resumen, y según este modo tan convencional de juzgar a lo cómico, la risa cumple la función de liberarnos de las tantísimas y exageradas normas de conducta social que cumplimos, hacemos cumplir, o sencillamente decimos cumplir, en la existencia cotidiana. Algo así como el porno o las aberraciones sexuales cumplidas en secreto, pero sin sobrecarga moral. Es un equívoco con el que se han sentido cómodos muchos analistas, sobre todo filósofos, y lo han dado como aserto epistemológico. No es para nada falso que la liberación de tensiones se halle entre las consecuencias que provoca la risa, pero el porqué de lo cómico que nos lleva a reír, incluso si somos perfectamente correctos o diabólicos, no radica justamente en eso.
No solo podemos reírnos, y burlarnos, de la autoridad, sino, con demasiada frecuencia, con la autoridad. La proyección de las bases teóricas que rigen el espectro epistemológico de los analistas nos ha dejado un vacío en la comprensión del sentido del humor y, sobre todo, de la naturaleza de sus enunciados.
La construcción del comportamiento adecuado en sociedad pasa, en efecto, por múltiples normas restrictivas. La mayoría, sin embargo, son imprescindibles para que la sociedad no entre en caos y evitar que cunda el pánico en las relaciones entre grupos. Si un sociólogo, sicólogo, filósofo, o cualquier otro especialista en ciencias sociales, no es capaz de diferenciar entre la norma justa de control y el curso individual de las consecuencias de la psiquis, no hemos avanzado demasiado.
Opina Eagleton que «la mierda es el modelo más exacto de la ausencia de significado, pues elimina las distinciones de sentido y de valor y lo nivela todo hasta convertirlo en materia infinitamente idéntica a sí misma». Desde este punto de vista, podríamos pensar que la risa depende de que se revele de pronto que el objeto risible carece de valor. Lo cierto es que la mayoría de los objetos risibles de la historia de lo cómico son, por el contrario, de valor. E incluso cuando se pretende desacralizar a un objeto risible mediante la burla y el escarnio hilarante, como lo hiciera la comedia del arte y se hace aún, sobre todo en la sátira política del diario acontecer, se reconoce, en análisis subjetivo, el valor que desempeña. La burla y el escarnio buscan, justamente, quitar algo del valor del que disfruta ante la norma social de evaluación axiológica. Si lo consiguen es debido a que comparten con el receptor similares prejuicios y análogos tópicos de valor axiológico, más si estos están asociados a ideologías semejantes. Pero el escarnio y la burla no son, en realidad, el motivo de la risa. Estos emergen después del enunciado cómico justamente a causa de que estaban allí mucho antes de ser “descubiertos”, o “revelados”, tal como pretenden quienes aceptan que la risa proviene de la liberación de restricciones.
Pongamos un ejemplo suprasensible para la humanidad: las torturas de Abu Graib. Los y las torturadoras de Abu Graib se divertían con las vejaciones que infligían a los torturados dado que el objeto risible era un enemigo diabólico que podía merecer cualquier escarnio. La complacencia en el abuso que sobre ellos cometieron constituía un motivo de risa para ellos, justo en el sentido en que lo estima la línea filosófica freudiana. Sin embargo, cuando estas imágenes se hicieron públicas, la reacción fue de dolor y patetismo, de toma social de conciencia contra aquel que emprendía tamaña vejación como si fuese un divertimento cómico admisible, un juego de militares que quieren divertirse para liberar la tensión de vivir en peligro constante de morir. La risa de los torturadores es una metáfora del crimen. Al emprender la burla acuden a una especie de ajusticiamiento simbólico que nada tiene que ver con el empleo de la sátira, quizás el más agresivo modo de lo cómico.
Una percepción análoga late en el lugar común de la ficción audiovisual que hace reír al malo al tiempo que ejerce sus vilezas. Bases platónicas que aceptan, a la postre, que ser vil pudiera divertir, llevar a la comicidad y, más no faltaba, liberar las tensiones que agobian al individuo. No puede estar más asociada la risa con lo patológico.
El distanciamiento que ha asumido la filosofía, y algunas otras ciencias sociales, acerca del motivo de la risa, metonímicamente reducida a burla, se ha cargado el porqué del resultado humorístico del enunciado y ha perdido, de paso, su valor significante. Para ello, han prescindido de someter la circunstancia de demostración lógica a su estatuto contrario, para llegar a una conclusión científica al comprobar, si lo consiguen, que en circunstancia inversa se cumple el mismo efecto. De haberlo hecho con rigor, no habrían obtenido las mismas conclusiones. Pero el prejuicio que cunde en contra de la risa es tan tenaz, que hasta sus defensores lo sostienen.
[1] Sándor Ferenczi: Problemas y métodos del psicoanálisis, Buenos Aires, 1966