Carelsy Falcón Calzadilla
“Posmodernidad”: esa fue una palabra frecuente en mis años universitarios, frecuente y temida, pues todos nuestros trabajos de reflexión debían mostrar en qué medida la posmodernidad había penetrado en todas las áreas del saber. Nosotros aún no entendíamos a Lyotard, Baudrillard o qué significaba que la historia había llegado a su fin, no entendíamos los discursos hermenéuticos sobre el espíritu de la nueva era, pero éramos, sin saberlo, sus máximos protagonistas. Habíamos nacido en una década compleja y definitoria, los años utópicos y románticos de la Revolución se habían quebrado con la muerte del Che y el fracaso de los diez millones, nuestros nombres dejaron de ser “cristianos” —como dirían nuestras abuelas—, para convertirse en híbridos de japonés, chino y ruso.
A pesar del esplendor de los 80, el desencanto de nuestros padres nos llegó con el nuestro en los terribles 90; desde entonces, los grandes relatos, la historia de héroes, el mito del hombre nuevo solo nos es confiable si nos lo entregan con una mezcla de sarcasmo o cinismo en el mejor de los casos. Fuimos los últimos en nacer en una década prodigiosa y por eso mismo, como lo presintió Redonet, “los primeros” de esta. Para Margarita Mateo ser los “primeros” significa haber conoc[ido] durante [nuestros] estudios la generalización del fraude académico en la enseñanza media y los actos de repudio del Mariel; [ser] testigos de la caída de algunos paradigmas de heroísmo durante la guerra de Angola y la invasión norteamericana a Granada. Más adelante, con el derrumbe del campo socialista, presencia[mos] la crisis de un discurso y una retórica que habían alimentado largamente una perspectiva ideológica. Hay en [nosostros] una constatación evidente, desde muy temprana edad, de la diferencia entre la historia real —aquella que viv[imos] cotidianamente— y la oficial —la que se divulga a través de la prensa y los medios masivos de comunicación—. Ya los discursos posmodernos pertenecen al siglo pasado, pero al menos los síntomas enunciados persisten en este. De los 90 hacia acá hemos vivido más acontecimientos, vertiginosos y neurálgicos que en todo el siglo XX, como es lógico, el arte y la literatura, que nunca han estado a la zaga, sino profetizando los nuevos tipos, contextos y situaciones, son los mejores exponentes de toda la complejidad, esencias y estados de ánimos de una época: la nuestra.
La literatura que se escribe para niños y jóvenes no escapa de estas tendencias y si ya críticos como Enrique Pérez y Omar Felipe Mauri habían previsto la entrada de protagonistas, temas y situaciones “raras” en la literatura infanto juvenil, cierto es que hay una agonía latente en este género, mal considerado menor, con la llegada de personajes hasta hace poco considerados marginales y de situaciones demasiado tremebundas para afiliarlas a los niños que, desde el punto de vista semiótico, son símbolos de la pureza, la candidez y la ingenuidad; pero como ya dije, demasiado han sido los cambios y sus efectos para no considerar que el niño real es un ser social, anclado también en una realidad que, en ocasiones, no puede ni competir con la literatura, es decir, con la ficción.
Tres novelas publicadas en este siglo han llamado mi atención, entre sus puntos tangenciales están el que sus autores, a pesar de las distancias vastas entre sus tiempos y espacios, han compartido procesos históricos y sociales similares, lo que los hace si no coetáneos, al menos contemporáneos: habitan en los márgenes del habitual centro de creación y sus protagonistas son niñas “raras”, que desde sus disímiles poéticas aluden más que a un estado de ánimo a un cambio de perspectiva hacia la niñez, pues si los problemas que las envuelven no cambian, al ser los eternos conflictos: el divorcio, el abandono, la desigualdad, la intolerancia; lo distinto a otras estéticas, sobre todo de décadas pasadas es que ahora comparten rasgos, considerados anti valores, ellas son aquella otredad que estuvo latente, siempre como antagonistas eternas: la chismosa, la mentirosa, la que tiene más de un novio y duerme con una perra vieja, la que se orinan en la cama y tiene una madre que “moralmente” no es normal…
Margarita Cun Cun, de René Valdés; Marité y La Hormiga Loca, de Eldys Baratute y Es raro ser niña, de Mildre Hernández transpiran las esencias de un contexto donde se sienten, en igual medida, la incredulidad, la iconoclasia y la irreverencia de los nuevos tiempos, a pesar del humor que destilan ellas llevan implícito el conflicto de sus edades, ancladas en un mundo lleno de divergencias axiológicas. Estas voces que han comenzado a emerger tienen su epicentro en todas las circunstancias antes descritas por M. Mateo pero creo, además, que están en el reconocimiento de la personalidad de los infantes, de sus necesidades y sus derechos. El propio exergo de Es raro ser niña define esa disyuntiva, además de prevenir al lector adulto de la posibilidad de otro nivel de lectura, emana el desasosiego del infante de “estar siempre esperando que el tiempo pase, para crecer y quedarnos tan solos.” Precisamente, la soledad es una de las emociones que brotan de estos textos, estas niñas están solas en sus mundos y no literalmente como Marité, que abandonada por sus padres vive en una vieja casona como su sucedánea Pippa; pues a pesar de los personajes que las acompañan, desde sus mundos interiores, se nos muestran sus contornos, nada apacibles: a Margarita la rodea una familia de chismosos; Marité tiene como madre una vieja perra y Cuasi “es un error de la naturaleza”; es decir, tienen casa, familia… pero adolecen de un hogar y creo no necesito explicar las repercusiones semánticas de tales sinónimos.
¿Cómo explicarle a un niño de estos tiempos tantas cosas novedosas, incluso para nosotros mismos, contradictorias con nuestras antiguas creencias, que emergen desde la oscura periferia a las que estuvieron sometidas y se convierten en el centro de conversaciones, series, programas de TV, canciones y las que desgraciada o afortunadamente se nos van colando y tocando? Son la muestra de la inquietud de sus autores en la búsqueda para expresar lo distinto o lo propio, a partir de la irrupción de coyunturas y tipos: Margarita representa el dilema entre lo público y lo privado, esa delgadísima línea donde lo íntimo y lo colectivo, infortunadamente, se pierden o se encuentran, en conjunto se desliza otro tema: la negación o aceptación de la verdad, de ahí que sean constantes la tergiversación, la exageración y su conversión en rumor, incluso desde el punto de vista estilístico abundan las hipérboles y los símiles. En esta noveleta se da un duelo antológico: el de la propia Margarita contra Luisa la Fea, donde la envidia, las rimbombancias y el embuste le mantienen el título de Reina del chisme a la primera. Marité es la búsqueda de la libertad, en ella se respira el viejo adagio Carpe Diem, un canto a los 60 y su anárquico lema “Prohibido prohibir”. Para esta niña no hay como un día después de otro, ni el abandono de sus padres, ni la expulsión de la Fir (Federación Internacional de Raperos), ni las cuatro hermanas tejedoras de enredos, ni la falta de dinero pueden contra su filosofía: “VIVIR es disfrutar del aire, de la belleza propia y de la ajena, divertirse, tener amigos y familia”. Esta historia que de haberse escrito en los 50 pudo terminar como un melodrama, candidato a culebrón, es salvada por el escritor, especie de alter ego del autor que advierte en nota aclaratoria, no solo que no debemos develar el secreto del padre farolero de Marité, sino —y con ello nos abre la posibilidad para innumerables lecturas— que eso no es lo esencial, su único interés es hablar sobre la posibilidad de crecer, de aceptar las circunstancias y hacerlas favorables. ¿De qué otra manera podríamos entender que esta niña, con situación tan adversa, alimentándose solo de guarapo, pudiera crear una peña para regalar alegrías? A estas alturas considero que Marité es la única niña hippie que habita en nuestro contexto, ese apego a lo básico, al amor libre, su enfrentamiento con las normativas sociales (personificadas en esas hermanas chismosas), al trabajo como modo de vida (el farolero), y su pasión por el guarapo, especie de estimulante, que además le ha dado la vida, la ponen en sintonía con la cultura que emergió motivada, sobre todo, por las utopías de las revoluciones y el cambio social.
En Es raro ser niña hay un poco de todo eso, pero su tema fundamental es la tolerancia, el reconocimiento del otro, el respeto a la identidad, la autoestima, el derecho a las diferencias. El propio nombre de su protagonista, Cuasi, es una perturbación para los que conciben la vida en blanco y negro, su propio apelativo es una invitación a ver más allá de los extremos y reconocer los intermedios. Esta niña casi blanca, casi negra, recuerda la doctrina de las conveniencias, pero si algo le sobra a Cuasi es su inconformidad. Por eso junto a su madre, que se está buscando, se busca (dentro de un cesto de ropas sucias), se encuentra, y se percata de que lo que más quiere es Alexander (por ahora), el dulce de calabaza china y ser boxeadora. Todo en realidad es un gran canto a la autenticidad. Por eso mira al mundo de los adultos con mucha indulgencia. Está dispuesta a no recibir como herencia la amargura de los adultos que la rodean y advierte “la amargura es como el apellido, va de generación en generación”. Ella afortunadamente tiene una cura: jugar pelota con Alexander.
En estas tres novelas se relacionan una serie de símbolos que acompañan la escenografía de sus protagonistas. En Margarita las lenguas adquieren todo su sentido tropológico, por eso hay lenguas lilas, verdes, rojas, pero sobre todo, largas. Su confidente, una cotorra adicta al chisme —“para variar”—, duerme con un ojo abierto, el rumor adquiere formas elásticas, acuáticas, aéreas y los chismógrafos, esos aparatos creados por la inventiva popular, se corporifican con tentáculos babosos. Resulta interesante cómo lo único que detiene esta epidemia de correveidiles es la magia de los cultos sincréticos, personificada en el viejo Toño y en la capacidad de transformación de la abuela en paloma, símbolo de lo puro, de la paz. Este personaje recuerda mucho al cagüeiro de la religión vuduista. A Marité la acompañan los raperos, una perra callejera y los bandidos, todos símbolos del libre albedrío, la informalidad, lo marginal. Si no fuera por el comentario que se asoma en la página 30 referido a los bandoleros “pero antes muchos creyeron que querían cambiar el mundo y volverlo todo tatuado y lleno de pelos. Por eso los primeros bandoleros terminaron sembrando frutos en las afueras del pueblo. Sin más delito que creer que las cosas tenían otro color”, que remite a un pasado que bien puede situarse en los finales de los 60 o en otra época de intolerancias, creería que Marité pertenece a aquella generación de soñadores; sin embargo, al agregar “suerte que ese tiempo ya pasó y ahora el parque casi les pertenece”, por lo menos si no se refiere a nuestro presente habla de una futuridad donde las diferencias tienen al menos un parque, es decir, un espacio donde congregarse.
En Cuasi, como su preocupación son los problemas de comunicación, se reiteran los teléfonos, el psicólogo… alegorías de la necesidad del diálogo, de ahí que la forma elocutiva que abunde es esta; aparecen además los guantes de boxeo, el armario, una academia para padres y la escuela, símbolos de otras controversias más sutiles, igual equivalentes de intercambio, de búsqueda, pero sobre todo, formas y espacios para la imposición de puntos de vista. Dos símbolos me parecen interesantes por el tratamiento que se les otorga, el primero aparece en Marité… y es el farolero, si bien ya la literatura universal tiene uno en el Principito, al que este admira por parecerle una ocupación muy linda, útil, el de la historia de Eldys adquiere otra connotación al mirarlo desde otra perspectivas, pues si en la historia de Saint-Exupéry es lindo ver a este personaje día y noche encendiendo y apagando sus faroles. Aquí su autor cuestiona y alerta sobre los excesos, la posible pérdida de la identidad, de la familia… por estas desproporciones, aquí paradójicamente el farolero pierde su patrimonio personal al dedicar todo el tiempo a un trabajo tan útil. Aquí se nos plantea la eterna disyuntiva entre la necesidad colectiva y la individual. En sintonía con estas ideas, Mildre hace aparecer a la Vida, personaje alegórico de tantas cosas, comenzado por las más literales hasta llegar a apabullarnos con su sola mención (prefiero creer que ella es cada una de las lecturas posibles que puedan darle los lectores, pero que deben estar relacionadas con nuestros anhelos o incluso, nuestros propios prejuicios). Para hacerla crecer en lecturas la usa indistintamente como nombre propio o común, de esta manera adquiere proporciones relevantes según el contexto donde aparezca.
Si como expresara Martí, la literatura puede contar la historia de los pueblos, con más verdad que por sus cronicones y sus décadas, pues refleja y expresa la vida cotidiana, quizás con menos rigor sociologista, pero con mayor veracidad los procesos y sus secuelas, entonces debemos convenir en que estas niñas raras —debo aclarar que no son las únicas— que han aparecido en la literatura infanto juvenil por lo menos expresan los cambios acontecidos en nuestro contexto, la necesidad de que los infantes, esos hombres y mujeres del futuro se llenen de valores más saludables, eso solo se logra si apostamos por una niñez menos prejuiciosa o prejuicida. Entender o reconocer las diferencias los hará y nos hará más auténticos. Creo que de eso va la literatura infanto juvenil contemporánea, creo que estas niñas “raras” y tantos personajes que habitan hoy en la literatura nos advierten y nos legan la sinceridad. De ahí que considere con urgencia hablar de lo que hoy pueden consumir los niños, jóvenes y ¿por qué no?, los adultos —palabra grande— que educan —palabra enorme.
Fuente: Umbral Nº 37 pp. 34-39
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